Raúl González Pinto (*)
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¿Las personas que ven películas violentas se vuelven violentas? Esta pregunta no es exclusiva de las conversaciones de café: los comunicólogos nos la hemos planteado incontables ocasiones sin haber llegado a un consenso sobre cómo responderla.
A no dudar, vivimos en una sociedad extremadamente violenta. Solo por mencionar una de tantas estadísticas, 41 mil 737 personas fueron asesinadas en México entre finales del 2012 y marzo de 2015. Por ello resulta perfectamente válido plantearse si en el presente contexto social, tan volátil y explosivo, exhibir filmes violentos en las grandes pantallas equivaldría a echarle más gasolina al fuego.
Sin descontar que, en efecto, si nuestros niños y jóvenes vieran menos cine violento resultaría mejor para todos, también es cierto que echarle la culpa a los medios masivos de la violencia que nos rodea, resultaría una salida demasiado fácil y cómoda.
Lo anterior viene a cuento porque en una clase que imparto en el Tec de Monterrey a los alumnos de Ciencias de la Comunicación, recientemente nos planteamos la misma interrogante. Para ello, les pedí a varios de mis alumnos que realizaran una pequeña investigación sobre Quentin Tarantino, un director cinematográfico famoso por la violencia en sus películas, entre las que podemos enumerar a ‘Kill Bill’, ‘Perros de Reserva’ y ‘Bastardos sin Gloria’. En las producciones de este creador mediático, son comunes los personajes desadaptados y los asesinatos sangrientos.
Luz Inés Baños, Ana Paula Hernández, Alejandra Arenas y Zzabhí Trejo, cumplieron con creces la misión encomendada y fungieron como moderadores de una animada discusión entre sus compañeros.
Reportaron, por ejemplo, que Tarantino no ve problema alguno en el hecho de que sus películas sean violentas, ya que según él la violencia de la vida real y la ficción violenta son cosas enteramente distintas.
Comparto con el lector/a algunas de las opiniones del citado cineasta, recabadas por los muchachos y por mí mismo:
En una entrevista a la prensa expresó, por ejemplo: “La violencia de la vida real es precisamente eso: violencia de la vida real. Y las películas son películas. Para para nada son lo mismo”. Y afirma que no es su problema si algún espectador intenta llevar a la vida real l a ficción con la que es confrontado en la sala cinematográfica:
“Yo no soy responsable de lo que haga una persona después de ver una película. No tengo responsabilidad alguna. Mi responsabilidad es la de crear personajes”.
No vacila, sin embargo, en señalar con dedo acusador a la sociedad, que favorece la agresión sistemática a gran escala: “No tengo problema alguno con la violencia en pantalla, pero sí con la de la vida real”, pues considera” a la sociedad como “demasiado violenta”. Cuando otro periodista le pidió su opinión sobre la masacre en la escuela primaria de Sandy Hook, en la que un joven adicto a los videojuegos violentos asesinó en 2012 a 28 personas, en su mayoría niños, Tarantino respondió: “Obviamente, se trata de un problema de salud mental y de fácil acceso a las armas”.
Intrigado por su postura, me di a la tarea de averiguar qué decían los expertos. Y estos parecen concederle la razón. A manera de ejemplo: Japón es uno de los países con el consumo más alto de videojuegos, a nivel mundial. Sin embargo, su tasa de homicidios es extremadamente baja, ya que el control de ventas de armas de fuego es sumamente estricto. En cambio en los Estados Unidos, que cuenta con la tasa de homicidios más elevada del planeta, cualquiera puede comprarse un arma de alto poder en un Walmart e incluso por Internet.
¿Qué es entonces lo que pretende Tarantino con su cine hiperviolento? ¿Entretener con morbo malsano?
Posiblemente así sea, pero es evidente que también intenta ir más lejos, pues dice querer sacudir al espectador sobre las circunstancias en las que quedan atrapados sus personajes.
Tratándose de un problema francamente complejo, es de reconocer que algunos estudios presentan evidencia de una conexión entre la violencia mediática y la conducta agresiva de determinados espectadores. Esta situación, sin embargo, es un poco como el dilema del huevo o la gallina: