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El Supremo nos ha concedido el privilegio de vivir en una época única en la historia de la humanidad. Los avances de la ciencia y la tecnología nos conceden el beneficio de vivir más años, poseer mayor calidad de vida que las generaciones pasadas y la posibilidad de conectarnos instantáneamente por Internet en todo momento.

5 de octubre 2015

El Supremo nos ha concedido el privilegio de vivir en una época única en la historia de la humanidad. Los avances de la ciencia y la tecnología nos conceden el beneficio de vivir más años, poseer mayor calidad de vida que las generaciones pasadas y la posibilidad de conectarnos instantáneamente por Internet en todo momento.

Este año, una sonda espacial envió a la Tierra nítidas imágenes de la superficie de Plutón, el cuerpo celeste más remoto de nuestro sistema solar. Y, como en novela de ciencia ficción, físicos y astrónomos detectaron agua líquida en el subsuelo marciano, abriendo así la posibilidad de vida en el Planeta Rojo.

Tristemente, los privilegios del milagro tecnológico no son extensivos a grandes segmentos de la humanidad. La profunda brecha entre ricos y pobres – los privilegiados y los marginados – raya en lo obsceno, sobre todo en un país como el nuestro, en donde los poderosos y su progenie, las ‘princesitas’ y los ‘mirreyes’, se preocupan más por su “look” y la estulticia de sus suntuarios privilegios que por la apremiante necesidad de sus hermanos de sangre. De acuerdo con la UNICEF, el 51.3% de los adolescentes mexicanos viven en situación de pobreza y sufren de la privación de sus derechos más elementales.

Los portentos de la ciencia y la tecnología son también incapaces de llenar el profundo vacío en nuestros corazones. Kenneth Gergen, un pensador estadunidense, ha acuñado el término “el yo saturado” para referirse a las presiones, deberes, incertidumbre y angustias cotidianas que caracterizan al individuo contemporáneo y que lo hacen sentirse abrumado por una realidad que lo rebasa.

Pongamos el caso de una madre de familia que cada mañana lleva a sus niños a la escuela y que es a la vez una devota esposa, asalariada, contribuyente del fisco, creyente de algún credo político o religioso, partícipe asidua de Whatsapp, Facebook y otras redes sociales, cliente fiel de carnicerías, tintorerías, farmacias y supermercados y en sus “ratos libres” cocinera, lavandera y empleada doméstica en su propio hogar. Todo esto ante el escaso o nulo reconocimiento del entorno social, que le exige entereza, humildad, sumisión y, sobretodo, nunca dejar de mostrarse “femenina” y complaciente.

Señala Gergen al respecto: “Ante aquello que sabemos cierto sobre nosotros, otras voces en nuestro interior responden con duda e incluso escarnio. Esta fragmentación de la auto-imagen corresponde a una multiplicidad de relaciones sociales incoherentes e inconexas. Estas relaciones nos jalan y estiran en un sinnúmero de direcciones para obligarnos a desempeñar una variedad tal de roles que la idea misma de un ‘ser auténtico’, con características definidas, se pierde en el camino. Como resultado, se satura el yo por completo”.

El citado filósofo utiliza el término “multifrenia” para describir la condición de sentirse atrapado entre roles sociales disímbolos entre sí:

“Cada vez más, somos poseídos por múltiples voces; cada uno de nuestros yoes contiene muchos otros yoes, que entonan diversas melodías, recitan diferentes versos y se mueven con una variedad de ritmos”.

En la posmodernidad, nos hemos convertido en nómadas del ser y nos enfrascamos en una permanente búsqueda de cualquier cosa que le dé sentido a nuestras vidas, por efímera que ésta sea. Como en una obra de teatro que se repite hasta el cansancio, vamos cambiando de máscara y vestuario a lo largo de la jornada, sin saber bien a bien quiénes realmente somos, al final del día.

En la tradición cristiana, San Pedro Apóstol se encuentra con el Maestro Jesús resucitado, y con curiosidad le inquiere: “¿Quo vadis, Dominis?” (¿adónde vas, mi Señor?), recibiendo por respuesta: “A Roma, donde me han de crucificar de nuevo”.

Lector/a, en el supuesto caso de que te encontraras con el santo varón y éste te preguntase “¿Quo vadis, germanum?” (¿a dónde vas, hermano?), ¿qué le responderías? Yo posiblemente le diría: “En verdad no lo sé, venerado apóstol, ¿estarías tú acaso dispuesto a ayudarme a encontrarme conmigo mismo?” Y en ese momento me atrevería a tomarle de la mano, y dejarme llevar hacia Dios Padre.

Raúl González Pinto (*)
[email protected]
(*) Doctor en Comunicación por la Universidad de Ohio y Máster en Periodismo por la Universidad de Iow

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