Un día, a alguien se le ocurrió que era una bonita historia aquella de que don Juan Antonio de Urrutia y Arana se había enamorado de una monja y que, arrebatado por ese amor imposible, había decidido emprender y solventar económicamente, la empresa de construir un impresionante acueducto. Todo con el firme, y casi único, propósito, de llevar agua hasta el convento de su amada. Todo para que esta misma tuviese el vital líquido a su alcance.
Luego la historia se propagó de boca en boca con entusiasmo y profusión, porque suena a cuento de hadas, de príncipes y princesas, de enamorados al más loco estilo de Shakespeare o Lope de Vega. Un amor capaz de provocar la construcción de la más emblemática obra de infraestructura que Querétaro tiene. A nuestra historia local, plagada de misterios, milagros, apariciones y leyendas, se sumó un episodio más que daba razón y sustento a los hechos históricos, al tiempo que aderezaba dulcemente, casi melosamente, su explicación.
Así hoy casi todo mundo lo sostiene con seguridad y los guías de turistas lo repiten, incansablemente, en cuanto recorrido se organiza en nuestra barroca ciudad. Hay quien lo ha llevado a los libros y quien, a los escenarios: el enamoradizo noble español, distanciado de su esposa, que muere de amor imposible y decide pagar y dirigir una obra de ingeniería impresionantemente ambiciosa para su época, que al paso de su intención primaria, habría de transformar a toda la ciudad.
Fue algo así como las historias del presidente municipal que arregla las calles de la colonia donde vive, el político influyente que construye una carretera que pasa por su rancho o por el pueblo de su novia, o el cercano al poder que compra predios donde sabe que habrá una obra de infraestructura que cuadriplicará su valor.
Sólo que en el caso del Marqués de la Villa del Villar del Águila no existe una constancia histórica que acredite la versión del amor platónico que le adjudican. Son tan solo conjeturas de algún espíritu romántico que se viralizaron y parecen haberse quedado para siempre como hechos contundentes.
El único hecho que sí consta en documentos históricos es que don Juan Antonio y su mujer, con la que al parecer tuvo efectivamente sus desacuerdos, fueron mecenas de las monjas capuchinas en general. Fue el noble matrimonio quien acompañó a las religiosas hasta esta noble ciudad de tierra adentro y quien propició las condiciones ideales para su instalación en ella. Seguramente, este hecho, y el del regreso de la marquesa a la ciudad de México tiempo después, fue lo que propició la suposición del amorío imposible.
En las constancias documentales sobre la noble tarea de emprender la construcción del acueducto queretano, y la aportación económica tan significativa que el Marqués tuvo para ello, no existe asomo de más amor platónico que el que don Juan Antonio pudo tener por esta hermosa ciudad a la que tanto aportó en vida. Negarle esa loable virtud para adjudicarle intenciones mucho más mundanas, resulta, desde mi particular perspectiva, una mezquindad para con su memoria.
Será acaso que los seres humanos nos empeñamos en dudar de la buena voluntad y las altas miras espirituales de nuestros congéneres, o tal vez que a los queretanos nos gusta aderezar de imaginación nuestro pasado. El hecho es que hoy, y cada día con mayor fuerza, a los ojos del mundo don Juan Antonio de Urrutia y Arana parece no ser un altruista benefactor de esta ciudad, sino más bien un adinerado noble que perdió la conciencia por un amor terrenal.
Y en ello, a más del rosado tono romántico, va adosada una significativa carga de injusticia.
Por: Manuel Naredo