La primera ocasión que vi en vivo a José Ángel Espinoza, ‘Ferrusquilla’, fue hace ya más de un cuarto de siglo, cuando comía en una pizzería de la Avenida Constituyentes.
Él llegó solo, manejando su automóvil, del que descendió, ingresó al establecimiento, ordenó una pizza cualquiera, y al cabo de engullirla, regresó a su auto y se marchó igual como había llegado. Entonces yo no imaginaba siquiera que muchos años más tarde, en noviembre del 2008 para ser exacto, habría de compartir con él una velada inolvidable por varias razones.
En aquella segunda ocasión, habíamos decidido rendirle un homenaje a su rica trayectoria como compositor popular. Hacía apenas un par de meses que la Universidad Autónoma de Sinaloa, la de su estado natal, le había otorgado el Honoris Causa, y Roberto D´Amico había confeccionado un espectáculo sobre su vida y su obra, donde participaba la hija del compositor, Angélica Aragón.
Prevenimos todo en el histórico Teatro de la República, hicimos la publicidad respectiva, trajimos a ‘Ferrusquilla’ desde Mazatlán, donde vivía, y como suele suceder en estos casos, las autoridades de las que dependía no le dieron la menor importancia al acontecimiento y se excusaron, o acaso ni eso, de asistir. Así que, además de organizar la presentación, me dispuse a ser partícipe de la noche con la entrega del reconocimiento físico que habíamos elaborado para el autor de “Échame a mí la culpa”.
Pero en la mañana de aquella fecha esperada, nos enteramos todos de un terrible acontecimiento: la hija menor del compositor y hermana de Angélica, Vindya, había fallecido trágicamente en la Ciudad de México, víctima de un fatal accidente automovilístico. Con D´Amico supusimos que la presentación habría de ser cancelada, a pesar del boletaje ya vendido, pero tanto Ferrusquilla, como la misma Angélica, decidieron sin dudar que, pese a todo, el público no tenía la culpa de aquella tragedia y que la función debía continuar.
Aquella noche compartí una silla de los palcos bajos del teatro con el compositor, mientras su hija narraba en el escenario con una profesionalidad estoica y Doris, con su maravillosa voz, cantaba sus canciones. Ni un dejo de tristeza se asomó a su rostro durante las aproximadamente dos horas en las que estuvimos juntos; aplaudió tras las canciones, sonrió con los momentos de humor del espectáculo, y hasta se dio tiempo para conversar con mis hijos, entonces pequeños, que me acompañaban.
Luego subimos al escenario para que recibiera una larga y cariñosa ovación del público queretano; le entregué el reconocimiento de rigor, y él tomó la palabra para, con humildad, agradecer lo que consideró una inmerecida distinción.
Lo único que se modificó de lo planeado fue su salida. Su hija Angélica pidió que al término de la ceremonia pudieran salir con prontitud hacia la capital del país, donde los esperaba el féretro de su hermana; no tenían deseos de atender a la prensa y contestar preguntas sobre el terrible momento. Así que dispusimos de una camioneta que los esperó a la puerta trasera del histórico recinto, y a la que subieron cargados de los ramos de flores que habían recibido.
Aquella noche en la que aprendí a admirar a José Ángel Espinoza más allá de su trabajo como compositor, entre una cosa y otra, ‘Ferrusquilla’ garabateó sobre un papel unos versos que improvisadamente dedicó a Querétaro, a manera de agradecimiento. Me los entregó como un regalo, acompañado de un “gracias”. A partir de hoy, que me entero de su muerte, los atesoraré aún con mayor afecto y admiración.
“No importa si son dos minutos, o si es uno solo, yo seré feliz… Con tal de que vivamos juntos, lo mejor de todo dedícalo a mí…”
Por: Manuel Neredo