Con la llegada de diciembre, Querétaro le da un tono distinto a la vida, incluso más intenso que el que cotidianamente trae la Navidad al mundo entero.
La ciudad, en las últimas semanas del año, adquiere una edad diferente y parece vestirse con ropajes decimonónicos.
A pesar de la multitudinaria llegada de habitantes que han encontrado en Querétaro una más amable forma de vida, y del desproporcionado crecimiento citadino, las rancias costumbres que acompañan al diciembre queretano vuelven, una y otra vez, a adornar los días de la conclusión del año, retoñando como árbol herido, pero finalmente aún vivo.
Así, los carros bíblicos regresan a asaltar las calles, con sus mismas formas, con idénticos cánticos, a los del siglo antepasado, aunque con las renovadas voces infantiles que protagonizan el recorrido. Tal y como, tantos años atrás, don José María Sotelo concibió el recuerdo del peregrinar de María y José, con el recuento de pasajes del Antiguo Testamento.
Y los carros de la Cabalgata, tradición más reciente pero entrañable, que provoca siempre la curiosidad de los queretanos de antaño, y de los que heredaron el gusto por el recorrido del 23 de diciembre. Carros con temáticas diferentes, ya sin los caballos que le dieron nombre, pero con los tractores que igualmente se han vuelto indispensables.
La previa llegada de la Feria, con su tradicional y esperada exposición ganadera, con sus juegos mecánicos, sus puestos de antojitos y sus merolicos con micrófono, sumando cobijas a la oferta anunciada con grandilocuencia. La Feria, con sus peleas de gallos, sus presentaciones artísticas y su largo peregrinar de multitudes.
Pero quizá la tradición que más nos transporta a aquel siglo diecinueve donde Querétaro parece instalarse en diciembre, es su Reina de las Fiestas de la Navidad. Todo ahí está envuelto en oropel porfiriano, perfumado con los suaves aromas de una aristocracia que se niega a morir.
Primero, la grave elección de la señorita que detentará tal distinción; que debe ser bella, de buenas costumbres y familia que conserve en su seno la queretaneidad más arraigada. Luego, la obligada visita al gobernante en turno, y más tarde, la presentación formal a lo más distinguido de la sociedad y del gobierno –que no necesariamente es lo mismo- en un espacio tan queretano y rotundamente barroco como el bello claustro de lo que fuera el convento agustino.
Después vendrá la coronación en emblemática plaza pública, con la compañía de otras reinas, de elegantes chambelanes, incluido el de la coronada, y de simpáticos pajecitos vestidos a la usanza de añoradas y lejanas épocas. Dando marco al evento, una música propia de la ocasión, las poéticas alabanzas a la nueva soberana, la colocación de la corona y la entrega del cetro, y detrás de las vallas, el pueblo arrobado y expectante.
Querétaro pues, desde los finales de noviembre, se vuelve decimonónico. Como si el tiempo no hubiese pasado y la vida no tuviese otra frontera que el viejo testigo del Cimatario. Como si volviéramos la vista atrás y nos fuésemos todos con ella a disfrutar de un mundo no sé si mejor, pero nuestro, profundamente nuestro.
Por Manuel Neredo Neredo