25 de diciembre. Luna 29. Habían pasado muchos siglos desde que Dios creara el cielo y la tierra e hiciera al hombre a su imagen. Todavía después de muchos siglos, desde que cesara el diluvio y el Altísimo hiciera resplandecer en el cielo el arcoíris, como signo de paz y de alianza. Veinte siglos después del nacimiento de Abrahán, nuestro Padre. Trece siglos más tarde que el pueblo de Israel, conducido por Moisés, saliera de Egipto. Cerca de mil años, después de la unción de David como Rey. En la semana sesenta y cinco, según la profecía de Daniel. En la Olimpíada ciento noventa y cuatro. En el año setecientos cincuenta y dos de la fundación de Roma. En el año cuarenta y dos del imperio de César Octaviano Augusto, mientras la paz reinaba sobre toda la tierra, en la sexta edad del mundo. Jesucristo, el Dios eterno, e Hijo del eterno Padre, queriendo consagrar el mundo con su piadosísima venida, fue concebido por obra del Espíritu Santo, y, transcurridos nueve meses desde su concepción, nace en Belén de Judá, de Santa María Virgen, hecho hombre. Este es el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, según la carne.