Algo más de lucha, de prueba de persistencia, y sobre todo, mucho más de ilusión, había en aquella televisión de bulbos de mi niñez.
Aquella que se calentaba de a poco, en cuya pantalla aparecían rayas y más rayas, a las que había que controlar con templanza desde uno de los botones de la parte frontal hasta lograr la pantalla completa con la imagen. Aquella a la que había que cambiar de canal con otro botón que se giraba en círculo; aquella que, al apagarse, iba extinguiendo su luz sin prisas hasta convertirse en un punto luminoso al centro de la pantalla.
En aquella televisión de bulbos de mi niñez, de marca Admiral para mayor precisión, solo podían apreciarse tres canales, siempre y cuando la antena de la azotea estuviese lo suficientemente bien orientada para ello. Siempre también alguno se veía mejor que los otros, y las trasmisiones empezaban tarde y concluían temprano.
Más de medio siglo había pasado desde que el alemán Paul Nipkow había inventado un disco para el análisis mecánico de la imagen, un cuarto del mismo desde que la televisión había sido presentada como tal en la Feria Mundial de Nueva York, y acaso dos décadas desde que un mexicano, el Ing. Guillermo González Camarena, había inventado la televisión a color.
El caso es que la televisión de mi niñez era el aparato más sofisticado y atrayente que por entonces se podía tener, aun tardase tanto en encender, costara mucho sintonizar, y sus imágenes fuesen en blanco y negro, años previos a que empezara el pálido y curioso color con las que fueron adornándose.
Aún recuerdo la angustia que provocaba el hecho de que uno de sus grandes bulbos de nuestro televisor Admiral se fundiera, o que algún inexplicable mal tecnológico lo acosara. Había que llevarlo entonces a los escasos técnicos que en la materia eran expertos: los Helguera, en La Cruz, u otro taller que se ubicaba en la calle de Pasteur, desde donde se podían apreciar las antenas que sobre el Cimatario ya ayudaban a que las imágenes llegaran hasta la comodidad de la sala familiar.
Con el paso de los años, llegarían los controles remotos, muchos canales, las pantallas de plasma, y las más inverosímiles trasmisiones en vivo y en directo, que a mi generación, que vio en esas circunstancias la llegada del hombre a la luna en el sesenta y nueve, nunca llegaron a impactarle demasiado.
Los recuerdos vienen a cuento ahora que el final analógico, vigente en Estados Unidos desde el 2009, ha llegado contundente a un México que se convierte en el primer país latinoamericano en adoptar legalmente la nueva era digital televisiva.
Cientos de canales, pantallas cada vez más grandes y más delgadas, sofisticadas formas de acercarse cómodamente a lo que se desea ver en el aparato televisivo… Todo digital, en color perfecto y opción múltiple.
Y aun así, yo sigo recordando con nostalgia mi televisor Admiral en blanco y negro, donde con un poco de persistencia, podía disfrutar de Daniel Boone, de Porky y de Bonanza; del Teatro Fantástico con Cachirulo, y hasta de Don Facundo y su cuerpo de trapo.
Era la era de la televisión de bulbos. Esa que nos aleccionaba todos los días sobre las dificultades de la vida y sobre lo compleja que en realidad es, pese a todo lo que hoy, digitalmente, parece indicar lo contrario.
Por: Manuel Naredo Naredo