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Corrían aquellos añorados años de la primer mitad de los años setenta cuando mi primo insistió en la aventura. Una aventura de la que yo, por cierto, no estaba convencido. Pero tanta fue su insistencia, que acabé aceptando, y en compañía de otro compañero, mucho más proclive que yo a esos menesteres, nos dispusimos a … Leer más

31 de enero 2016

Corrían aquellos añorados años de la primer mitad de los años setenta cuando mi primo insistió en la aventura. Una aventura de la que yo, por cierto, no estaba convencido.

Pero tanta fue su insistencia, que acabé aceptando, y en compañía de otro compañero, mucho más proclive que yo a esos menesteres, nos dispusimos a vivir la experiencia.

Así que al primer descuido matinal de los profesores de la prepa, incluidos el director, Charlie, y el maestro Preciado, que se alistaba a su primer pestañazo del día, nos escabullimos, mi compañero y yo, hasta la calle, donde ya nos esperaba mi primo, risueño y dispuesto como siempre.

Aquel oscuro billar se ubicaba, si mi mente no me engaña respaldada por el inmisericorde paso del tiempo, en la céntrica calle de Vergara, con sus muchas mesas con paño verde, sus palos y sus bolas de colores dispuestas a ser estrelladas entre sí. Un par de jovenzuelos, mucho más entrados en años que nosotros, conformaban el resto de la clientela.

Ahí jugamos durante toda la mañana. Podría decir con mayor precisión, que mi primo y mi amigo jugaron, mientras yo desacertaba los intentos de pegarle a alguna de aquellas bolas en mi primer, y a la postre, única, incursión en el complejo mundo del billar.

Los diferentes juegos, los turnos y la, para mí, extrañísima y mecánica forma de sacarle punta al espigado palo nunca acabaron por ser entendidos por mi mente, preocupada sin descanso por la ausencia a las aulas, que en aquella mañana primaveral servían de escenario a números, letras y conceptos.

No es que en la lúgubre estancia de aquel billar queretano de los años setentas extrañara yo los temas impartidos en el aula, sino que la culpa, necia y cruel se apoderaba sin remedio de mis pensamientos, atormentándome con insistencia.

Una culpa se acrecentó cuando, bien medido el tiempo por mi primo, abandonamos el establecimiento y nos acercamos a los alrededores de la prepa hasta ver salir a nuestros compañeros de clases, sumándonos a su marcha por las calles, entonces tranquilas, rumbo a casa y a la comida cotidiana, como si el deber hubiese sido cumplido.

No mucho tiempo después, mi compañero tristemente murió en un accidente, y con el paso de los años, mi primo se convirtió en exitoso político, pero a mí aquella mañana de pinta me vacunó para siempre de ella, al grado que hoy, aún en vacaciones, entre la arena y las “coronitas”, se me sigue apareciendo la culpa para musitarme al oído si no sería mejor que estuviera resolviendo alguna cuestión en la oficina.

Me acordé de aquella mañana de mis tiempos de prepa en estos días. Todo fue porque soñé la ausencia injustificada de una compañera de trabajo por más de veinte días, la defensa que de ella hacía su sindicato argumentando que atravesaba por una depresión, y la curiosa presunción de la autoridad en la materia de que, quizá, estuviera en el supuesto de una violación a sus obligaciones laborales.

A veces llego a pensar que la culpa, esa cruel y despiadada culpa, a fuerza de desdenes de otros, se ha venido a ensañar conmigo.

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