A la una en punto de la tarde estábamos ya, mi padre y yo, en aquella modesta sala de venta, aunque con un picaporte sustentado en la amistad y la relación comercial de mucho tiempo, que nos permitía incursionar en ese secreto mundo de los talleres de panificación. Así todos los días, por años.
Me parece ver aún a don Carlos, con su cachucha de siempre, su rostro surcado por el sol y el tiempo, su camisa arremangada hasta los codos, su chaleco de botones y sus zapatillas, propicias para ese incansable trajín de todos los días, de los hornos a la tienda, del laboratorio a la bodega.
Si hubiese de poner un ejemplo al trabajo, al sacrificio y a la persistencia, tendría que ser, sin duda, el de don Carlos Pacheco Téllez, el propietario de la tradicional panadería La Vienesa. Si hubiese de citar alguno de los referentes de mi niñez en aquel Querétaro tranquilo de los sesentas y setentas, también tendría que apelar a su nombre.
He sabido hace poco que don Carlos había nacido en El Pueblito cuando el siglo veinte apenas se inventaba, que había trabajado desde pequeño en el campo cuidando vacas, y que después se convertiría en líder sindical; que se habría iniciado en el negocio de la panadería como mozo y repartidor, y que un día compró La Vienesa, que ya existía, gracias a un préstamo de don Manuel Ísita. Todo, gracias al libro ‘Querétaro en el siglo XX. Personajes de la vida cotidiana’.
Pero esa información sólo complementa mi admiración por el personaje y mis recuerdos de un ser humano ejemplo de lucha y dedicación, que procreó doce hijos, que algún tiempo nos rentó una casa en el centro histórico, y que era igualmente propietario del rancho Navajas.
Mi padre, que profesaba por él un afecto sólido, le vendía huevo de la granja avícola instalada al interior del Molino El Fénix, fábrica que también le ofrecía el ingrediente fundamental para su negocio. De ahí la relación que me permitió conocer las entrañas de La Vienesa, las mesas donde se preparaba la masa, el espacio donde se generaban las fórmulas, y las bodegas, más allá de la tradicional tienda instalada en la céntrica calle de Guerrero.
Aún recuerdo la emoción de don Carlos con la compra de un nuevo horno, modernísimo para sus tiempos, que trajo desde España para facilitar y acelerar ese su trabajo que iniciaba todos los días del año desde la madrugada. Y a mi mente también viene la figura de su hijo Álvaro, al que envío a los Estados Unidos para formarse en los vericuetos del negocio, preparando lo que a la postre se convertiría en pan, auxiliado por máquinas de acero inoxidable.
Más allá de las variadas visitas a La Vienesa, ya fuera para llevar huevo o para visitar al incansable amigo, que ni para platicar dejaba de ir y venir por las muchas habitaciones de aquella panadería, la cita cotidiana era a la una de la tarde, hora en la que, infaltablemente, salía del horno el ‘tornillo’, como bautizaron a aquel pan de sabor inigualable que pronto se hizo famoso en Querétaro todo. Gracias a esa valorada amistad con don Carlos, podíamos hacernos de las piezas necesarias, quemantes a las manos, aún antes de que llegaran a la tienda, donde se formaba una larga fila para adquirirlo.
Don Carlos Pacheco Téllez murió hace tres lustros, pero dejó calado en el alma su recuerdo y ese invaluable ejemplo de superación personal, de trabajo incansable, de entrega a una causa. Y dejó también para la posteridad el famoso ‘tornillo’, cuyo sabor acurrucado en algún lugar de mi memoria, me ha hecho ir hoy mismo a La Vienesa, en la calle de Guerrero, a preguntar si sigue saliendo a la una de la tarde.