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No estamos faltos de héroes en México. Nuestra historia en buena medida está hecha de gestas y gestos. Guerrero rechazando el indulto que le lleva su padre, Prieto gritando “Los valientes no asesinan” salvando la vida de Juárez, Gómez Farías llevado en andas para protestar el cumplimiento de la Constitución de 1857. Figuras que tuvieron … Leer más

11 de febrero 2016

No estamos faltos de héroes en México. Nuestra historia en buena medida está hecha de gestas y gestos. Guerrero rechazando el indulto que le lleva su padre, Prieto gritando “Los valientes no asesinan” salvando la vida de Juárez, Gómez Farías llevado en andas para protestar el cumplimiento de la Constitución de 1857. Figuras que tuvieron la audacia de tornar en bronce eterno su carne humana.

Pero, de entre todos quienes han construido nuestra dolorosa historia, me quedo con Madero. Ese hombre de pequeña estatura, de esposa sanjuanense, de creencias espiritistas. Norteño de fina educación, hijo de un añoso árbol de cepa liberal y trabajadora, que se enfrentó al titán de don Porfirio.

Alzó su voz. Se confrontó con el héroe del 2 de abril, de cabeza nimbada por triunfos y canas, pidió para nuestro país la realización de elecciones libres. Nada más y nada menos, la conducción por el pueblo de su propio destino. Su voz, no de gran fuerza ni de timbre marcial, se escuchó en todos los rincones del país, e hizo de las elecciones de 1909 un verdadero reclamo democrático, no una mera ratificación de la voluntad suprema del caudillo.

Sin ser militar, levantó en armas a la nación. Y fue el Plan de San Luis el último latido liberal del corazón mexicano, un llamado que no cayó en oídos sordos, que fue escuchado y atendido por miles de patriotas que no se detuvieron a pensar en el halo de gloria que envolvía al último presidente oaxaqueño. Gloria empolvada que se derrumbó con sorprendente facilidad.

Madero llegó a la Presidencia. Gobernó poco tiempo, y de una manera absolutamente desusada, pues en lugar de repartir castigos y llenar prisiones, se contentó con la suave prédica de la paz civilizadora. Su pluma, antes que firmar condenas de muerte, concedía presurosa perdones y conmutaba el paredón por prisiones de poco rigor.

Pero no se le entendió. Henry Lane Wilson, torvo embajador del norte, patrocinó la intentona en la que estaban Félix Díaz, a quien sus contemporáneos, sabiendo que la sangre era su único mérito, llamaban “el sobrino de su tío”, y Bernardo Reyes, trágica figura que no se atrevió contra el presidente Díaz, pero que sí desafió a Madero.

Frente al cuartelazo, Madero es acompañado por los cadetes del Heroico Colegio Militar. Nunca mejor ganado el adjetivo que lleva nuestra máxima escuela marcial. Existe una fotografía dramática, en la que se ve al prócer a caballo rodeado de los jóvenes armados que lo cuidaban. Madero, a quien se acusó de débil por llorar en el entierro de Justo Sierra, daba una vez más la prueba del más absoluto desinterés por su vida terrenal.

Reyes, el único con auténtico valor entre los traidores de la intentona, cae al tratar de tomar Palacio Nacional. Cuando su hijo Rodolfo intenta detener el brioso caballo y le dice a su padre “Te van a matar”, el militar de larga barba lo aparta diciendo “Pero no por la espalda”. Las palabras de ambos se cumplen. Muchos años después, su hijo Alfonso, escribirá “Oración del nueve de febrero”, profunda muestra de amor filial.

Madero controla precariamente la situación. Hace traer de Morelos al culto y humano general Felipe Ángeles, que gana con actitud pacificadora lo que no puede tomarse con las armas, pero las intrigas le impiden nombrarlo como general de la plaza, por no tener el rango suficiente. Y de las sombras nubladas por el alcohol y la marihuana que compulsivamente consume, surge la figura de Victoriano Huerta. Alguien lo definió con precisión “un chacal nacido humano por casualidad”. Desgraciadísima casualidad.

Huerta opera para obtener la confianza del presidente civil. Proclama incluso con lágrimas su adhesión frente a los señalamientos de Gustavo Madero, quien lleva las pruebas de su deslealtad. Madero le cree al monstruo. Tiempo después, uno de los maderistas de la primera hora, José Vasconcelos, se preguntaba por esa nublazón de la inteligencia que sufre el hombre noble antes de su martirio, y concluía que tal vez la fortuna confundía en la víspera a aquellos a quienes va a perder.

El chacal consuma la traición. Bajo su orden patibularia, el asesino de Cecilio Ocón acaba con la vida de Gustavo Madero. La escena es demasiado horrible para describirla. Que no encuentren paz sus homicidas.

Sabemos cómo acaba esta historia. Madero es preso y encerrado en Palacio Nacional, junto con el poeta Pino Suárez (¡qué gran república que a un santo laico hace Presidente, y a un poeta su segundo!) y con Ángeles, fiel hasta el final. Detrás de Lecumberri, el mayor Cárdenas ejecuta al santo de la democracia. La bala que mató a Madero, nos ha costado años sin cuento de fallas democráticas.

Villa, al llegar en 1914 a la ciudad de México, llora convulsa y públicamente sobre la tumba de Madero, a quien llama “padre”. Huerta muere en una intervención médica en Estados Unidos. Tanto alcohol ha consumido, que la anestesia no hace efecto en su torvo cuerpo. Poco castigo para su crimen innombrable. El infierno que el Dante describió, lo acogió con un lugar preciso para su alma podrida.

Madero me gana. No puedo ser imparcial con él. Creo que le queda perfecta aquella frase que Vasconcelos, lleno de la conciencia de su propia valía, aplicaba a sí mismo: “sus hijos llorarán lo que ustedes perdieron perdiéndome”. Nunca lo lloraremos lo suficiente.

Por: Luis Octavio Vado Grajales

Página: http://elconstitucionalista.blogspot.mx/

 

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