El debate es un acto propio de la comunicación humana que consiste en la discusión de un tema polémico con carácter argumentativo. Se originó en Grecia, y Sócrates lo llamaba “dialogar seriamente”. En épocas posteriores su tono fue más político; se amplió su uso y abuso.
Celebro que, en la era digital, nuestra sociedad reaccione y propicie el debate, a través de las redes sociales, chats, correos o pronunciamientos público y privado. Lo deseable es que parta de una formulación que permita conocer las distintas posturas sobre un tema polémico. En todo debate es indispensable saber escuchar, exponer, no subestimar al contrincante y ser tolerante.
El 17 de mayo, Día de la lucha contra la homofobia, el Presidente mexicano propuso una reforma al 4º constitucional para reconocer los matrimonios igualitarios. No quiero abordar la motivación de este envío, sino concentrarme en la reacción provocada en la sociedad. Por un lado, la celebración de una comunidad y parte de la sociedad, por el reconocimiento al derecho a la no discriminación; y, por el otro, el rechazo a la propuesta del Ejecutivo porque atenta contra la institución matrimonial.
El matrimonio es una institución social que crea un vínculo entre sus miembros. Este vínculo ha tenido muchos matices desde la visión bíblica hasta la de nuestros días. Dependiendo del momento histórico, la mujer le debía obediencia al varón; entre los egipcios, era en igualdad; para los griegos, no era igualitario; los judíos practicaban la poligamia. Hubo épocas de matrimonios arreglados; hasta llegar a fines del siglo XIX, cuando el enamoramiento debía ser la razón principal para casarse.
En las últimas décadas, largos y polémicos debates han dejado cambios fundamentales en la legislación, acciones y programas en lo social, político y económico con impacto positivo en materia de derechos humanos para toda la sociedad mexicana. Pero el debate se torna difícil cuando parte de creencias religiosas y personales o grupales, frente a la ley y las garantías constitucionales. Se debe aceptar que así, ninguna de las partes va a ganar.
Quienes se benefician de la propuesta de reforma, son un grupo poblacional que ha sido rechazada por una sociedad que, apenas hace unas décadas, reconoció la equidad de género, la inclusión de las personas con discapacidad, independientemente de raza, edad, o preferencia sexual en su derecho a participar en igualdad y a no ser discriminado.
Quienes se sienten lastimados argumentan que esta minoría “obtiene sus derechos a costa de atropellar y violentar la institución del matrimonio que por siglos ha sostenido la sociedad” La Iglesia y un alto porcentaje de católicos mexicanos están en su derecho de defender esta posición. No debe caer en dogmatismos radicales que descalifican a quienes piensan diferente y lastiman cuando dicen “que deforman la realidad y socavan los valores de la sociedad” Muy lejos del mandamiento cristiano de “amaos los unos a los otros como yo los he amado”.
Creo y defiendo el matrimonio, y en el divorcio cuando ése no funciona. Creo y defiendo que, en una sociedad de libertades, hay millones que no piensan igual que yo, y que ni a unos ni a otros se debe descalificar a partir de creencias personales y religiosas. Rechazo los prejuicios impuestos por pensamientos dominantes de una época, especialmente, porque las culturas cambian y avanzan.
El debate, a partir del respeto y la tolerancia, es el camino posible en el mundo actual, que no puede seguir centrado en un modelo que funcionó en el pasado y que ya no responde al entorno actual. Querámoslo o no, las cifras lo evidencian: entre 2000 y 2011, los divorcios aumentaron 74 por ciento y el número de matrimonios se redujo 19 por ciento. ¿Qué nos dice esto?, busquemos esa respuesta.
Mientras, ¡que la sociedad debata! para construir una comunidad dialogante, inclusiva y abierta que fortalezca a nuestra sociedad.
Por: Patricia Espinosa Torres
Política, conferenciante y humanista comprometida con la construcción de una sociedad más justa y equitativa.
[email protected] / Facebook Patricia Espinosa Torres