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Pensar las ciudades desde la perspectiva de sus usuarios más pequeños podría ser la solución a un sinfín de problemáticas urbanas que sufrimos Leticia Aguilar González/Consejo Ciudadano de Urbanismo @ConsejoUrbanQro ¿Merece la infancia ejercer su voz respecto al desarrollo de su ciudad? Sin duda, tomar en cuenta sus opiniones implicaría, en gran medida, la incomodidad … Leer más

31 de octubre 2020

Pensar las ciudades desde la perspectiva de sus usuarios más pequeños podría ser la solución a un sinfín de problemáticas urbanas que sufrimos

Leticia Aguilar González/Consejo Ciudadano de Urbanismo

@ConsejoUrbanQro

¿Merece la infancia ejercer su voz respecto al desarrollo de su ciudad? Sin duda, tomar en cuenta sus opiniones implicaría, en gran medida, la incomodidad de enfrentarnos a críticas sobre la manera en la que los adultos planeamos la ciudad, lo poco empáticas que son y lo mucho que nos importan los intereses de solo algunos.

Hasta ahora, votar representa el mecanismo más importante para hacer oír nuestras opiniones. Sin embargo, la infancia está legalmente impedida a hacerlo pues para votar se necesita alcanzar la ciudadanía, es decir, haber cumplido la mayoría de edad. Esto obliga a niñas y niños a esperar, a ser habitantes pasivos, sin voz y sin voto, quedando al margen de las decisiones que los adultos toman, lo cual termina impactando en su involucramiento con la ciudad.

Pensar las ciudades desde la perspectiva de sus usuarios más pequeños podría ser la solución a un sinfín de problemáticas urbanas que sufrimos. Por lo tanto, entender sus necesidades y hacerlos parte de la conversación es crucial. Existen ya algunos mecanismos de participación infantil, pero éstos carecen de una verdadera intención de tomar en cuenta las ideas de sus participantes. Nos encanta presumir sus dibujos producto de una actividad con ellos o estadísticas de sus inquietudes pero, ¿qué sigue después? El problema recae en que los adultos no logramos entender el idioma de los niños y por eso sus ideas nos parecen inverosímiles: “¿coches voladores? ¡imposible!”. Pero, ¿y si lo que en realidad está diciendo el niño es que le gustaría poder caminar sin miedo a ser atropellado? Podríamos traducir su idea en reductores de velocidad, semáforos peatonales y banquetas más anchas.

Tomemos en cuenta también que los valores de un buen ciudadano no aparecen mágicamente cuando uno cumple 18 años, sino que se forjan durante la infancia. A partir de que niñas y niños se sientan actores clave en la producción de los espacios, su formación cívica será más fructífera; no sólo para su propio disfrute, sino de su comunidad. Si no podemos legalmente llamarlos ciudadanos, ¿por qué no otorgarles el título de “ciudadanos honorarios” y darles un lugar en la formulación de ideas para mejorar su ciudad?

 

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