Emilio Castelazo
En nuestra vida y en cada rincón este planeta Tierra, sin importar sexo, nacionalidad, estatus social, nivel educativo o rasgos culturales, todo ser humano experimenta, en su vida, episodios de diversos tonos benéficos o nocivos, algo especial, insólito o inesperado.
Así, me ocurrió, no mucho tiempo atrás, al estar tranquila en casa, cuando recibí una gatita de, apenas, unas semanas de nacida sin mucho entusiasmo, por cierto, pues no soy muy de animalitos en casa.
Al recibirla, siendo de noche y con una luna amarilla enorme, fascinante, se nos ocurrió bautizarla como Luneta. Pronto, nos enteramos que la niña era un niño, ¡hecho y derecho! El nuevo inquilino en casa, ya bautizado, simplemente adaptamos su nombre: Luneto.
El nuevo inquilino fue haciéndose dueño y señor de mi casa, regalo de mi esposo Luis. Calladito, sin pisar fuerte, dejando su esencia en cada rincón de mi casa, poco a poco, los espacios fueron haciéndose suyos. No conforme, faltaba su mejor conquista: yo.
Luneto diseñó una estrategia admirable, apostándose en mi regazo apenas me disponía a ver un programa por televisión. Fijaba su mirada en la mía sin pestañeo alguno y, antes de infundirme miedo o temor, la incómoda mirada de Luneto era apacible y serena. Nos fuimos haciendo amigos y, en poco después, amigos íntimos, con destellos de ser, en realidad, su sierva.
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