El tiempo no perdona y fue este el que definió cómo Luneto y yo debíamos continuar con nuestras vidas. Al compañero de mis apacibles tardes, se le acabaron las siete vidas sin saber, cómo, cuándo y en qué circunstancias desperdició las seis anteriores a llegar conmigo. Luis, mi esposo, habiéndose encariñado con el felino, sabiendo que ya no lo veríamos en casa, pude advertir, en su mirada, una mezcla de tristeza y conmiseración.
Luneto, un día, no regresó. Dos meses después, fue declarado formalmente como desaparecido o muerto. Rescaté una fotografía de mi amigo estando recostado y la enmarqué, colocándola en la sala, dándole la jerarquía de ‘familiar’.
No recuerdo, con frecuencia, a Luneto ni las aventuras con este, pero surgió la oportunidad un domingo en el que acudí al costal de los recuerdos y entresaqué las anécdotas que he relatado a ustedes. Resulta que mi hijo Álex y Paulina, su pareja, invitaron a comer al papá de esta. Este, viendo la foto de Luneto en un lugar tan especial, hizo preguntas y yo relaté. Ya por la noche, pregunté a Luis: “¿Es normal que olvidemos tan fácilmente a aquellos que nos dejan en este ingrato mundo?”. Me contestó: “Mmm… pregúntame mañana”. Fin.
MT