Juan: 6, 51-58
En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, el que coma de este pan vivirá para siempre y el pan que yo les voy a dar es mi carne para que el mundo tenga vida”.
Entonces, los judíos se pusieron a discutir entre sí: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?”.
Jesús les dijo: “Yo les aseguro: si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no podrán tener vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Como el Padre, que me ha enviado, posee la vida y yo vivo por Él, así también el que me come vivirá por mí.
“Este es el pan que ha bajado del cielo, no es como el maná que comieron sus padres, pues murieron. El que come de este pan vivirá para siempre”.
Reflexión
Necesitamos de Cristo
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
Nuestro Dios es un Dios de la vida y de historia, un Dios que nos habla por medio de las circunstancias y los acontecimientos. Todo lo que ocurre trae, siempre, si bien “en clave”, algo que Dios nos quiere enseñar. El cristiano siempre debe responder a la pregunta “¿Qué me quiere decir Dios con esto que sucede o que estoy viviendo?”.
Es una experiencia dolorosa descubrir lo que el hombre es: un ser en el cual se mezclan la grandeza y la miseria, la capacidad del bien y del mal, de vivir en la verdad y de mentir, de amar y de odiar, de construir y de destruir. Somos capaces de lo mejor y de lo peor.
La situación que vivimos en el mundo constituye también una dolorosa experiencia. Constatamos, en carne propia, de lo que somos capaces. Constatamos los límites de nuestras posibilidades humanas. Sentimos la fragilidad de las soluciones puramente humanas. Vemos cómo se hacen planes, cambian hombres y, sin embargo, no salimos del pantano.
Sentimos, más que nunca, la necesidad de alguien que nos salve, de una nueva luz y una nueva fuerza. Ellas vienen, en definitiva, del más allá, de Dios.
“Si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros”. El pan que necesitamos, el único que puede darnos vida, es el pan vivo “que ha bajado del cielo”. Es Cristo mismo, es el Hombre-Dios. Solo Dios puede darnos la luz y la fuerza para construir una gran nación de hermanos, donde haya trabajo, respeto, amor y alegría.
La presencia de Cristo, Hijo de Dios, en la Eucaristía, es un misterio impresionante. A Él, tenemos acceso solamente en la medida de nuestra fe. La eficacia del pan eucarístico que recibimos depende de la medida de la fe con que lo recibamos. Ese pan que comemos nos va transformando siempre más a semejanza de Cristo: nos da sus sentimientos y actitudes, nos hace participar, misteriosa pero realmente, de la vida divina.
“El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él”. Este es el misterio del hombre nuevo cristiano. Se trata de un hombre divinizado que vive en Cristo y Cristo vive en él. La comunión nos une personalmente con Jesús. Tanto nuestra alma como nuestro cuerpo se unen estrechamente con Él. En cada Eucaristía, Él quiere bajar de nuevo a la tierra, encarnarse en cada uno de nosotros. Nos hacemos, así, carne de su carne y sangre de su sangre.
En Cristo, somos hijos de Dios nuestro Padre del cielo y, por eso, somos todos hermanos. El pan eucarístico es el pan de la unidad y fraternidad. Por eso, el fundador del Movimiento Apostólico de Schoenstatt, el padre José Kentenich, dice, en una oración personal, a Jesús:
“Eres límpida fuente de paz, el vínculo que une todos los pueblos, el poder que vence las disensiones, la luz que trae calor y claridad” (Hacia el Padre, p. 52).
MT