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Mar y desierto: estas dos palabras vuelven a aparecer en muchos testimonios que recibo, tanto de migrantes, como de personas que se comprometen a rescatarlos

1 de septiembre 2024

La voz del vicario de Cristo

Hoy, pospongo la catequesis habitual y quisiera detenerme con vosotros para pensar en las personas que, también en este momento, están atravesando mares y desiertos para llegar a una tierra donde puedan vivir en paz y seguridad.

Mar y desierto: estas dos palabras vuelven a aparecer en muchos testimonios que recibo, tanto de migrantes, como de personas que se comprometen a rescatarlos y, cuando digo “mar” en el contexto de migración, también me refiero al océano, lago, río, todas las masas de agua traicioneras que tantos hermanos y hermanas de cualquier parte del mundo se ven obligados a cruzar para llegar a su destino y “desierto” no es solo el de arena y dunas o el rocoso, sino también todos aquellos territorios inaccesibles y peligrosos como bosques, selvas, estepas, donde los migrantes caminan solos, abandonados a su suerte. Migrantes, mar y desierto. Las rutas migratorias actuales, a menudo, están marcadas por travesías de mares y desiertos, que, para muchas, demasiadas personas, ¡demasiadas!, son mortales. Por eso, quiero detenerme en este drama, en este dolor. Algunas de estas rutas las conocemos mejor porque suelen estar, a menudo, bajo los reflectores; otras, la mayoría, son poco conocidas, pero no por ello menos transitadas.

Del Mediterráneo, he hablado muchas veces porque soy obispo de Roma y porque es emblemático: el ‘mare nostrum’, lugar de comunicación entre pueblos y civilizaciones, se ha convertido en un cementerio y la tragedia es que muchos, la mayoría de estos muertos, podrían haberse salvado. Hay que decirlo claramente: hay quienes trabajan sistemáticamente por todos los medios para repeler a los migrantes y, esto, cuando se hace con conciencia y con responsabilidad, es un pecado grave. No olvidemos lo que dice la Biblia: “No maltratarás ni oprimirás al migrante” (Ex 22,20). El huérfano, la viuda y el forastero son los pobres por excelencia a los que Dios siempre defiende y pide defender.

También algunos desiertos, por desgracia, se convierten en cementerios de migrantes. A menudo, tampoco aquí, se trata de muertes “naturales”. No. A veces, los llevan al desierto y los abandonan allí. Todos conocemos la foto de la mujer y de la hija de Pato, muertas de hambre y de sed en el desierto. En la era de los satélites y de los drones, hay hombres, mujeres y niños migrantes que nadie debe ver: les esconden, solo Dios los ve y escucha su clamor y esta es una crueldad de nuestra civilización.

Hermanos y hermanas, en una cosa, podremos estar todos de acuerdo: en esos mares y desiertos mortíferos, los migrantes de hoy no deberían estar y están desafortunadamente., pero no es mediante leyes más restrictivas, no es mediante la militarización de las fronteras, no es mediante rechazos como lo conseguiremos. Por el contrario, lo conseguiremos ampliando las rutas de acceso seguras y las vías de acceso legales para los migrantes, facilitando el refugio a quienes huyen de la guerra, de la violencia, de la persecución y de tantas calamidades; lo conseguiremos fomentando, por todos los medios, una gobernanza mundial de la migración basada en la justicia, la fraternidad y la solidaridad y aunando esfuerzos para combatir el tráfico de seres humanos, para detener a los traficantes criminales que se aprovechan sin piedad de la miseria ajena.

Queridos hermanos y hermanas, unamos nuestros corazones y nuestras fuerzas para que los mares y los desiertos no sean cementerios, sino espacios donde Dios pueda abrir caminos de libertad y fraternidad.

MT

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