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Entonces, Él les preguntó: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”.

15 de septiembre 2024

Marcos: 8, 27-35

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a los poblados de Cesarea de Filipo. Por el camino, les hizo esta pregunta: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Ellos le contestaron: “Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías y otros, que alguno de los profetas”.

Entonces, Él les preguntó: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. Pedro le respondió: “Tú eres el Mesías”. Y Él les ordenó que no se lo dijeran a nadie.

Luego, se puso a explicarles que era necesario que el Hijo del hombre padeciera mucho, que fuera rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, que fuera entregado a la muerte y resucitara al tercer día. Todo esto lo dijo con entera claridad. Entonces, Pedro se lo llevó aparte y trataba de disuadirlo. Jesús se volvió y, mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro con estas palabras: “¡Apártate de mí, Satanás! Porque tú no juzgas según Dios, sino según los hombres”.

Después, llamó a la multitud y a sus discípulos y les dijo: “El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará”.

Reflexión

Pedro, apóstol de Cristo

Padre Nicolás Schwizer

Instituto de los Padres de Schoenstatt

El Evangelio de hoy, que acabamos de escuchar, nos trae la confesión de Pedro, que le es revelada por inspiración divina: “Tú eres el Mesías”.

La primera condición para que pueda ser apóstol, para que pueda ser Papa, es la fe en Jesucristo porque ser apóstol significa ser enviado, ser mensajero del Señor. Su misión es ser testigo de las palabras, de las obras y de la persona de Cristo ante el mundo y ante los hombres.

La segunda condición para poder ser un verdadero apóstol es un profundo amor a Jesucristo, un amor que lleva a Pedro a entregar hasta su vida por Él.

Pero la fe y el amor de Pedro no están todavía a la altura de su misión. Tiene que ser preparado y educado por Jesús. Tiene que pasar por duras pruebas de fe y amor a su maestro y, cuando Jesús, después de su Resurrección, le pregunta tres veces: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”, entonces, Pedro ya puede responderle con fe humilde y un amor profundo: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”.

Fe y amor a Cristo son también las condiciones para que todos nosotros podamos ser verdaderos apóstoles del Señor porque, como cristianos y como schoenstattianos, tenemos vocación de apóstol. Somos una Iglesia apostólica y misionera. El cristianismo, más que una religión de salvados, es una religión de salvadores. Si nos preocupamos solo por salvar nuestra propia alma, Dios nos preguntará, al final de la vida: “¿Dónde están tus hermanos? ¿Dónde están tus familiares? ¡Vete a buscarlos a ellos!”. Y, ¿nosotros? ¿No deberíamos también tener el mismo gran amor al Señor? Y lo normal para nosotros debería ser que la entrega y el amor a Cristo pasen por el amor filial a la Virgen María: nos entregamos a Ella y Ella nos conduce hacia su Hijo Jesucristo.

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