Cuando Brígida peinaba a su madre, lo hacía con un cariño infinito. Acariciaba la larga cabellera de su madre rítmicamente, a su gusto y aquella dócilmente, se dejaba cerrando los ojos, ambas siempre en silencio, como si estuvieran pagando una deuda heredada. Culposamente y con sigilo, antes de ir a dormir, madre e hija besaban imágenes y figurillas religiosas, seguramente arrepintiéndose de sus pecados: ¡Sí, pecados! La semilla clavada desde el púlpito, germinaba haciendo creer a estas mujeres que había que arrepentirse por haber pecado. Cuando Leonarda decide abandonar su casa sabía que su madre siendo un ser humano débil y frágil emocionalmente, perdería en los debates surgidos en casa. La dejó sabiendo que la dejaba lidiando con su esposo quien no la quería y, aunque no la maltrataba o pegaba, había una distancia monolítica entre ambos. Ambos aprendieron a convivir en la soledad como pareja. Por ello, Leonarda se confesaba internamente: