Los radicales asesinos que colocaron bombas y mataron a cientos de personas el domingo de Pascua en Sri Lanka eligieron sus blancos con propósitos ideológicos. Bombardearon tres iglesias católicas y también tres hoteles que atendían a turistas occidentales, debido a que con frecuencia en la imaginación yihadista el cristianismo occidental y el individualismo liberal occidental son los enemigos conjuntos de su ansiada utopía religiosa, su versión totalitaria religiosa del Islam. Los turistas y los misioneros, la Coca Cola y la Iglesia católica… son el mismo enemigo cristiano invasor, diferentes denominaciones para la misma antigua cruzada.
Oficialmente, la élite política y cultural del mundo occidental hace todo lo posible para socavar y contrarrestar este discurso. La imaginación liberal reacciona con incomodidad ante la idea de Samuel Huntington de un choque de civilizaciones, o cualquier cosa que enfrente a un “Occidente” unitario contra una alternativa islámica o islamista. En especial, la idea de un “Occidente cristiano” es firmemente rechazada, pero incluso términos más banales como “civilización occidental” y “judeo-cristiana”, que alguna vez tuvieron como objetivo ofrecer un discurso más ecuménico de la historia euroestadounidense, ahora son vistos como peligrosos, exclusivistas, machistas, o de derecha alternativa.
Aun así, también hay una forma en la que el discurso liberal de Occidente acepta de manera implícita parte de la premisa de los terroristas, tratando al cristianismo como una posesión cultural del liberalismo contemporáneo, una herencia religiosa especialmente occidental que incluso quienes ya no creen, tienen una obligación especial de rehacer y reformar. Por una parte, el liberalismo de élite busca mantener al cristianismo a una cierta distancia a fin de rechazar cualquier identidad específicamente cristiana para la sociedad a la que pretende gobernar, pero por la otra, trata al cristianismo como algo que en realidad solo existe en relación a su propio humanitarismo secularizado, ya sea como una capellanía dócil y, por lo tanto, útil, o como un pariente impresentable al que hay que corregir.
Pudimos ver esos dos impulsos en acción en el debate que suscitó el gran incendio de Notre Dame. Por un lado, hubo una reacción liberal estridente contra las interpretaciones de la tragedia que parecían demasiado cordiales con el catolicismo medieval o con alguna concepción de Occidente inculcada por la religión.