Aquel joven estudiante con esperanzas de poeta al que se lo presenté un día, me dijo que lo que más le admiraba de aquel barbado personaje era la paz que irradiaba.
Y sí, Hugo Gutiérrez Vega irradiaba paz, pero también supo siempre esgrimir la espada para alcanzar sueños.
Lo conocí, lo recuerdo bien, una mañana del verano de 1980. No es que yo no tuviese para entonces referencia de él; por supuesto que las tenía, y muchas: su paso por Querétaro, la controversia con visos de tragedia del Patio Barroco, la formación del emblemático grupo teatral de los Cómicos de la Legua, y algún brillante discurso por radio.
Por entonces, en aquel año en el que yo había acabado mi carrera y cumplía el anhelo de conocer la tierra de mis padres, Hugo se desempeñaba como agregado cultural de la Embajada de México en Madrid, y hasta su oficina, en aquel edificio cercano a los Nuevos Ministerios madrileños, llegué a pedirle audiencia.
No recuerdo bien a bien el porqué de visitarlo, pero lo que sí recuerdo con precisión fue la forma como me atendió: diligente, pausado, brillante de palabra, con aquella personalidad que siempre le caracterizó y el vigor de sus cuarenta y tantos años. Por entonces, el ex rector de la universidad queretana cumplía ya con pasión y evidente gusto una carrera diplomática que lo llevaría más tarde a convertirse en cónsul y en embajador mexicano en diversos países del mundo.
Desde entonces, tuve la oportunidad de volver a tratarle infinidad de ocasiones; a veces con un simple saludo, otras escuchando su amenas y formadoras charlas, otras más entrevistándolo, y una compartiendo la discusión, primero, y la comida después, en la deliberación de un premio de dramaturgia que yo organizaba. En esta oportunidad –imaginen el privilegio-, intercambiando puntos de vista con Víctor Hugo Rascón Banda, por entonces Presidente de la Sogem, y Santiago García, el mítico director de La Candelaria colombiana.
Hugo era un poeta, sí; un extraordinario poeta, diría yo. Pero también era un teatrista irredento, un promotor cultural nato, un líder indiscutible, un sembrador de ilusiones, y sobre todo, un hombre que podía, con la magia de la palabra, transformar corazones.
Como poeta mereció la edición de números libros y hasta el Xavier Villaurrutia, la más importante de las distinciones literarias del país; como hombre de teatro, participó actoralmente en diversos montajes; como promotor cultural encabezó los destinos de Difusión Cultural de la UNAM, de la Casa del Lago, o de la propia UAQ; y como periodista, dirigió por muchos años el suplemento cultural La Jornada Semanal.
Pero a pesar de su constante andar por el mundo y del reconocimiento que llegó a alcanzar, Hugo Gutiérrez Vega llevó siempre en el alma, indeleble, la marca de Querétaro. Una marca que también le dio, sin duda, muchas satisfacciones, pero que nunca dejó de sangrar del todo. Aquí, en esta tierra a la que llegó cuando declinaba la década de los cincuenta del siglo veinte para hacerse cargo del área de Difusión Cultural de la Universidad, revolucionó no solo a nuestra máxima casa de estudios, sino a la ciudad entera; se instituyó en un parteaguas de la educación y el arte que aún hoy tiene repercusiones innegables.
Y como hizo amigos, discípulos y seguidores incondicionales, también creó enemigos, que a la distancia de su brillante paso por Querétaro aún lo amenazaban anónimamente a cada visita a esta ciudad donde, entre otras muchas cosas, encontró al amor de su vida. Era la consecuencia de ser grande.
Fueron precisamente esos enemigos los que impidieron, en su momento, que una calle queretana fuera bautizada con su nombre, y que Querétaro, más allá de su Universidad, le otorgara el reconocimiento que su paso y su cercanía merecía.
La última vez que lo vi fue por las calles del centro histórico citadino, una soleada mañana de sábado. No parecía estar bien del todo. Su figura y su rostro denotaban el paso del tiempo, pero su voz salió de nuevo, como siempre, con ese inconfundible tono que alegraba los sentidos y reconfortaba el alma; que parecía poner al mundo en su justa dimensión.
Quizá ahora, con su lamentable muerte, la ciudad le reconozca lo mucho que significó para ella. Quizá ahora podamos todos gritarle ese “gracias” que tanto merece.
Por: Manuel Naredo