Poco más de las tres de la tarde de cualquier día del caluroso diciembre de 2015 en Querétaro. La circulación citadina acaso un tanto más tranquila por la ausencia de actividad escolar, pero con la cantidad suficiente de vehículos como para hacerse sentir viva.
Por la calle de Arteaga, circulo detrás de lo que parece ser un Nissan de color rojizo apagado, que de pronto se detiene apenas cruzar Ocampo; así sin más, a mitad de la calle y sin vehículo que lo anteceda y que provoque la detención inesperada.
El vehículo rojizo obliga a detenerse a los coches que tras de mí circulan y cercena por minutos la esquina, dada la cercanía del varado auto con ella, durante largos e inexplicables minutos.
Descubro tras los cristales posteriores del Nissan la cabeza de su conductora: abundante en pelo, de baja alzada, y observando el perfil del rostro, de avanzada edad. Mirando hacia su costado derecho, detenido el mundo a su alrededor, a la mujer tras el volante no parecía preocuparle el inminente atasco y el conato de bronca que ya se presumía en el ambiente.
Entendí todo (es un decir) cuando la venerable señora se persignó respetuosa. Literalmente se detuvo a rezar frente al pequeño templo del Espíritu Santo, desde la comodidad de su propio vehículo automotor, sin necesidad de buscar estacionamiento, ni de caminar algunos metros en pos de un altar al que veía sin problemas desde su asiento en el coche.
Tras recorrerse el rostro con la señal de la cruz, enderezó la mirada hacia delante, metió la primer velocidad y siguió su camino por Arteaga, ya con la paz interior de quien se siente escuchada por el Altísimo.
Mientras irremediablemente seguía al Nissan, aún incrédulo, por las adoquinadas calles de Querétaro, recordé la anécdota que solía platicar Paco Rabell sobre su padre y aquella ciudad que se nos transformó sin apenas sentirlo.
Contaba el actor queretano por excelencia que en aquellos ya lejanos años de su niñez, acaso de su adolescencia, su progenitor, preocupado por el ahorro, salía de su casa de Venustiano Carranza, donde hoy es el popular Corral de Comedias, se montaba en su coche y en punto muerto, aprovechando la bajada de la loma del Sangremal, recorría sin encenderlo la propia calle de Carranza y las de Río de la Loza y Cinco de Mayo, hasta llegar al mismísimo Jardín Zenea, donde siempre encontraba lugar para estacionarlo. Ni una gota de gasolina gastada, bien guardada para el regreso loma arriba.
No sé si lo del caso del padre de Paco Rabell, y el de la señora que detiene su coche a mitad de la calle para orar frente a un templo, sean exclusivos de una ciudad como la nuestra, pero no dejan de ser curiosas y marcarse para siempre en la memoria.
Por cierto que, ya por la más amplia calle de Ezequiel Montes, la señora del Nissan, recién curada como estaba del alma, imbuida por un repentino espíritu juvenil, apretó el acelerador, rebasó con facilidad tres autobuses con cartulinas en contra de Juan Barrios, y se perdió en la lejanía, como un suspiro, rumbo a Constituyentes.