Con la integración de la cámara fotográfica al teléfono celular, nuestra relación con la fotografía se estrechó como nunca antes. Se convirtió en un dispositivo que siempre se tiene a mano. No es casual que aparezca en un momento en el que la sociedad alberga individuos aislados, pero deseosos de relacionarse. Paradójicamente, en la medida que somos más independientes y autosuficientes, más miedo tenemos a estar solos. De manera aparente, la tecnología nos mantiene mejor comunicados, pero, en realidad, ‘los vínculos humanos son más frágiles’, como ya lo señalaba Bauman.
La cámara fotográfica hace las veces de ‘alguien’ con quien reseñar la belleza que produce un rayo de luz sobre nuestro plato mientras comemos, o, ayuda a situar la sensación de un día lluvioso. Infinidad de estas imágenes capturadas en la cotidianidad se comparten en redes sociales; sin embargo, no todas tienen el propósito de ser compartidas. Hay imágenes que responden al resultado de la práctica de fotografiar, que simplemente guardan una experiencia íntima. Un diálogo con uno mismo. Imágenes que no tienen un destino ni destinatario. La fotografía, no necesariamente se realiza para obtener imágenes, sino que la práctica es un acontecimiento en sí.
Fotografiar es una actividad performativa. Hay imágenes que no son creadas para dar testimonio –podemos constatarlo si revisamos la carpeta de imágenes de casi cualquier persona–. Imágenes que ayudan a externar una experiencia interna, pero que no tienen por finalidad el producto visual, sino el propio proceso de exploración o comprensión. En la imagen fortuita, más que el deseo por descubrir un fragmento de realidad, la motivación es la búsqueda de un fragmento de uno mismo; quizá, estas imágenes se ubican en un intersticio entre la conciencia y la inconciencia.
