Es indudable que el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump; el de Venezuela, Nicolás Maduro; y el expresidente de Colombia, Álvaro Uribe, tienen la virtud de generar violencia y engendrar odios con sus actos y palabras.
Una muestra de ello se dio la última semana, cuando Donald Trump manifestó su intención de reconocer a Jerusalén como capital de Israel y anunciar el traslado para allá de la embajada de Estados Unidos.
Trump, un pistolero moderno que busca solucionar la crisis económica de su país fomentando guerras con otros gobiernos, no tiene escrúpulos para poner en el mercado, al mejor postor, las armas que se requieran, porque es bien sabido de los numerosos inventarios que posee la industria bélica estadounidense.
Las protestas por esa determinación no se hicieron esperar en Oriente Medio y en otras partes del mundo, y con ello un baño de sangre que pone en riesgo la paz mundial.
En Venezuela, el presidente Maduro manifestó, tras conocerse la apabullante victoria del oficialismo en las elecciones para elegir alcaldes, que la Asamblea Nacional Constituyente (ANC) podría prohibir la participación de organizaciones políticas de la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) que se rehusaron a postular candidatos para las municipales.
Tremendo esperpento haría que los líderes de la oposición Henrique Capriles de Primero Justicia y Leopoldo López (Voluntad Popular) se vean impedidos de participar en la jornada electoral del 2018.
De pronto, bajo otras circunstancias, se consideraría que todo es una bravuconada de Maduro, pero bajo las actuales reglas de juego, todo es posible. Lo que podría provocar una reacción violenta, similar o peor a la de 2016.
En el caso de Álvaro Uribe, su vocación guerrerista ha conllevado a una cultura de imponer sus puntos de vista y, con un tono desafiante, hacer creer que él es el dueño de la verdad absoluta, lo que hace que sus seguidores lo sigan como fanáticos. Un craso error que cualquier día podría provocar una reacción en cadena violenta que sería difícil de contener.