No, en México el Gobierno no entrega credenciales a los periodistas. En todo caso, cada medio de comunicación lo hace con sus reporteros
Daniel Lizárraga
—Daniel, el padre político de Rafael Larromana, murió por COVID-19, así que vamos a esperar los resultados de su prueba. No puedo llamarle antes por el difícil momento que está pasando, pero si vos tenés cualquier síntoma, estaré pendiente.
Eso me dijo Mauricio Sandoval, gerente administrativo del medio digital salvadoreño El Faro, la mañana del lunes 5 de julio pasado. No recuerdo bien la hora, porque a partir de ese momento el día y la noche fueron parte del mismo vértigo hasta mi aterrizaje en la Ciudad de México.
Rafael Larromana, abogado, estuvo a mi lado apenas cuatro días antes (el jueves 1 de julio), sentado en el mismo sillón, cuando dos policías de migración tocaron a la puerta del departamento que rentaba en el barrio de San Benito, en San Salvador, para someterme un interrogatorio que ellos llamaron “entrevista”, sobre mi desempeño en El Faro.
—¿Usted tiene algún carné o identificación de periodista? —me dijo entonces uno de los agentes bajo su mirada penetrante, severa. La dureza acusadora del resto de su expresión, cubierta por el cubrebocas, no era difícil de imaginar.
—No, en México el Gobierno no entrega credenciales a los periodistas. En todo caso, cada medio de comunicación lo hace con sus reporteros, pero al finalizar su trabajo, cuando se van, las devuelven —le dije.
—¿Pero entonces quiere decir que no tiene ninguna credencial como periodista? —insistió su acompañante, otro agente migratorio, aunque de menor estatura y tez morena. Ambos estaban enfundados en rompevientos azules que, en el lado izquierdo, tienen el escudo de El Salvador, la misma prenda que usa el presidente Nayib Bukele cuando aparece en videos o en las entrevistas con ‘youtubers’.
—No. Como le dije a su compañero en México, eso no es posible. El último trabajo que tuve en México fue como ‘freelance’, entonces no tengo ninguna credencial ahora —insistí.
Los agentes migratorios llegaron sin previo aviso a realizar el interrogatorio, pese a que ellos mismos habían aceptado que la entrevista se hiciera en el despacho de los abogados que representan a El Faro. No respetaron el acuerdo. Actuaron de forma sorpresiva.
—¿Y usted qué edita? ¿Economía, deportes, salud o política? —lanzaron en el listado de preguntas como dardos.
—Lo que sea necesario. Un editor general se encarga de las noticias que se pongan en la página. No hay nada específico —respondí.
Los agentes anotaban cada palabra tan lento que parecían hacerlo por sílabas. De vez en cuando intercambiaban miradas.
—Bien, señor Lizárraga —insistió el jefe de la operación en un tono amable, que contrastaba con su mirada inquisidora —, pero ¿cuál es su especialidad?
—Digamos que política en general —expresé casi al tiempo que ellos tomaron nota de mis palabras con expresión satisfactoria, como dando por hecho que esa era la respuesta esperada.
En ese interrogatorio, los agentes insistieron varias veces sobre cómo vivía en San Salvador. La respuesta fue que con viáticos de El Faro y otros ingresos en México derivados de clases en la Maestría de Periodismo en el CIDE y una columna en el AM de Querétaro, así como de algunos ahorros. Querían un estado de cuenta bancario que no tenía a disposición en ese momento. En mi equipaje para El Salvador, lo que menos pensé fue en una impresora.
El mismo 5 de mayo por la tarde, horas después de enterarme de un probable contagio de coronavirus, llamó a mi teléfono una mujer que dijo trabajar en el Ministerio de Extranjería para pedirme que fuera a su oficina con mi pasaporte. Le expliqué que esperaba los resultados de la prueba del abogado Larromana para tener certeza en descartar mi posible contagio.
Pasaron algunas horas, y cuando ya caía la tarde en San Salvador, la misma mujer volvió a marcar:
—Señor Lizárraga, le llamo para que venga de urgencia a Extranjería con su pasaporte —me dijo de nuevo.
—Entiendo que haya prisa —le dije —, pero no puedo ser tan irresponsable para salir de mi departamento, subirme a un taxi y entrar a una oficina pública sin saber por lo menos el resultado de la prueba COVID de mi abogado.
—Es que, señor Lizárraga… —reviró en tono más enérgico—. Es que usted ya no puede permanecer más en el país.
—Y entonces —le dije —, ¿quiere que vaya así sin los resultados de la prueba del COVD de mi abogado? Esto también debería preocuparles por los agentes que vinieron a interrogarme.
—Voy a hablar con mi jefa de nuevo —concluyó.
A cualquier costo
Entrada la noche, tocaron a mi puerta. Eran dos agentes de migración distintos a los que me habían tratado de acorralar en el interrogatorio previo que llamaron entrevista. Iban acompañados de una persona con ropa y equipo de protección COVID-19 a la que no podía verle el rostro.
—Señor Daniel Lizárraga —me dijo un agente de canosa cabellera —, aquí le entrego este documento y le voy a pedir que me muestre su pasaporte.
Cuando tuvo en sus manos el cuadernillo verde con el escudo de México, buscó una página en blanco y puso un sello: DEBE ABANDONAR EL PAÍS.
La fecha límite: 10 de julio.
Agitado. Cerré la puerta de mi departamento. Tomé el teléfono. No había más. Llamé a Mauricio Sandoval para informarle que tenía cinco días para abandonar El Salvador. Hasta entonces me enteré de que el Rafael Larromana había salido negativo en la prueba COVID.
Ya no recuerdo el orden; la agitación del momento permanece. Pero conversé con Carlos Dada, director de El Faro, y también con Oscar Martínez y Sergio Arauz, ambos también integrantes del equipo periodístico que ha realizado una destacada labor en las últimas dos décadas. Ellos han formado parte de este equipo que lo mismo ha revelado la corrupción de los gobiernos salvadoreños de la derecha como de la izquierda.
También crucé llamadas a México con funcionarios de la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) y con personal de la embajada de México en el país centroamericano. El reloj estaba en contra. Apenas tuve tiempo para empacar. Mi familia seguía sin enterarse.
Escribo esa parte de la historia que viví durante mi expulsión de El Salvador para demostrar que, más allá de los temas legales, queda claro que la intención era sacarme del país en cuanto fuera posible. No les interesó siquiera enterarse del resultado de la prueba COVID-19 de mi abogado o de que yo también hubiera dado positivo al virus.
Mi temor sobre contagiarme era constante, porque no estaba vacunado y porque, como extranjero, no podía hacerlo en San Salvador hasta que no tuviera el permiso de trabajo. Las nuevas cepas o variantes de coronavirus estaban ya en muchos países y una de sus características ha sido que se transmiten más rápido.
Pero el objetivo, en esta parte de su estrategia contra El Faro, era sacarme de país a cualquier costo.