Daniel Lizárraga
Una de las reglas del periodismo de investigación es que una filtración no se transcribe. Los periodistas –hombres y mujeres– habrán de ponderar la veracidad y la viabilidad de la información para poder transformarla en un trabajo de profundidad. También podrán medir la intención de las ‘manos bondadosas’ que entregan los documentos para hacerlos públicos y, desde luego, qué consecuencias podría traer.
Si el equipo periodístico –en estos tiempos ya es muy complicado pensar que una sola persona puede desarrollar investigaciones de largo aliento– valora el peso de la información filtrada como de interés público y, al mismo tiempo, encuentra caminos para profundizar en el tema hasta donde sea posible, hay camino por delante.
Eso es fue, a muy grandes pinceladas, lo que hizo el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ por sus siglas en inglés) con el Pandora Papers. Sin embargo, decir sí a una nueva cobertura sobre paraísos fiscales en todo el mundo significaba echarse a la espalda un trabajo titánico. La filtración tenía 11.9 millones de documentos y, dentro de ellos, datos incalculables sobre el número de personas y empresas involucradas.
Encontrar la manera de ordenar los archivos y colocarlos de la manera más sencilla posible para rastrear pistas y nombres desde cualquier parte del mundo es algo que, hasta ahora, no encuentro comparación alguna en la historia del periodismo al menos desde el siglo XX. Al frente de esta tarea –hay que reconocerlo– ha estado una de las periodistas más capaces que yo conozca a nivel internacional en mis 28 años de carrera: Emilia Díaz-Struck.
La experiencia previa que ella había adquirido en otras coberturas del ICIJ como editora y coordinadora para América Latina en el FinCen Files, el Implant Files, el Paradise Papers, el Panama Papers –investigación ganadora del premio Pulitzer– y el Swiss Leaks, entre otras, le hizo conducir este barco con más de 600 periodistas a bordo hasta buen puerto.
Para quienes –sobre todo políticos de élite– son cortos de miras por incapaces o porque pretenden llevar el debate público lejos de sus intereses, habrá que insistirles: Las firmas de abogados o despachos especializados en todo el mundo encargados de diseñar ingenierías financieras –por llamarles del algún modo– para llevar millones de dólares a los paraísos fiscales van a seguir buscando la manera de tener clientes ofreciéndoles un jugoso manjar: pagar menos impuestos y que las autoridades no sepan quiénes son los beneficiarios de sus cuentas bancarias.
No importa dónde sea, Nueva Zelanda o las Islas Vírgenes Británicas. Da igual. Mientras no los regulen, el negocio seguirá siendo redondo como el mundo que tienen entre sus manos. Si bien las inversiones en los paraísos fiscales son legales, ningún político, traficante de armas, terrorista, narcotraficante o empresario multimillonario gasta miles de dólares por algo que no sea redituable. ¿Cuántas vacunas contra el coronavirus hubieran tenido los países en América Latina y en África si hubiesen cobrado a tiempo los impuestos sobre los capitales escondidos que hoy han quedado al descubierto?
