Quienes llegan a la quinta década de la vida, -y más aún, a la sexta-, difícilmente buscan agradar o quedar bien con los demás y su tolerancia hacia ellos disminuye sensiblemente, surgiendo el conocido síndrome del viejo amargado. Quienes llegamos a este punto solemos olvidar que la interacción con los demás, en todos los casos, nos aporta una experiencia y un aprendizaje únicos, imposibles de obtener de otra manera, aún de aquellos que nos causan antipatía y repulsión.