Del santo Evangelio según san Marcos: 3, 20-35
En aquel tiempo, Jesús entró en una casa con sus discípulos y acudió tanta gente que no los dejaban ni comer. Al enterarse sus parientes, fueron a buscarlo, pues decían que se había vuelto loco.
Los escribas que habían venido de Jerusalén, decían acerca de Jesús: “Este hombre está poseído por Satanás, príncipe de los demonios, y, por eso, los echa fuera”.
Jesús llamó, entonces, a los escribas y les dijo en parábolas: “¿Cómo puede Satanás expulsar a Satanás? Porque, si un reino está dividido en bandos opuestos, no puede subsistir. Una familia dividida tampoco puede subsistir. De la misma manera, si Satanás se rebela contra sí mismo y se divide, no podrá subsistir, pues ha llegado su fin. Nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y llevarse sus cosas si, primero, no lo ata. Solo así, podrá saquear la casa.
“Yo les aseguro que, a los hombres, se les perdonarán todos sus pecados y todas sus blasfemias, pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo nunca tendrá perdón, será reo de un pecado eterno”.
Jesús dijo esto porque lo acusaban de estar poseído por un espíritu inmundo.
Llegaron, entonces, su madre y sus parientes, se quedaron fuera y lo mandaron llamar. En torno a él, estaba sentada una multitud cuando le dijeron: “Ahí fuera, están tu madre y tus hermanos, que te buscan”.
Él les respondió: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?”. Luego, mirando a los que estaban sentados a su alrededor, dijo: “Estos son mi madre y mis hermanos porque el que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”.
Reflexión
Ya porque les canta un pobre, ni la tonada les gusta
Padre Alberto Ramírez Mozqueda
Aquel día, no fue el mejor para Jesús. Había salido muy temprano y las gentes se aglomeraban en tal cantidad que les era difícil, a él y a sus discípulos, encontrar un momento para tomar los sagrados alimentos. Pero todo lo daban por bien empleado al ver la respuesta y el entusiasmo que provocaban sus palabras entre las gentes. Pero, entonces, ocurrió algo inusitado. Algunos parientes de Jesús, quizá, venidos de Nazaret atraídos por todo lo que se decía de Jesús, pensaron que era una exageración, que la actividad que Jesús desplegada era un oprobio y una vergüenza para su pequeño pobladito y quisieron echarle mano y desaparecerlo con ellos, pues pensaban que definitivamente se había vuelto loco. Por supuesto que no pudieron nada contra él, pues el Espíritu de su Padre estaba con él y, mientras no llegara su hora, él podría manifestarse libremente por todos los caminos de Galilea y de Jerusalén.
Sin embargo, hubo, ese mismo día, una embajada de escribas con la consigna de echar por tierra la fama que Cristo iba adquiriendo entre la población y, al ver los milagros que hacía y cómo el demonio era expulsado de entre las gentes, quisieron acusarlo delante de los demás de que él mismo estaba poseído por el demonio y que, en su poder, expulsaba a los demonios. Por supuesto que Cristo estuvo pendientísimo de desatar la insidia, la maldad y la ceguera de aquellas gentes, haciendo ver que un reino dividido contra sí mismo no se sostiene. Nos parece increíble la acusación que lanzaron contra Jesús, pero nos explicamos la necedad, la profunda ceguera y el empecinamiento de hacer quedar mal a Jesús.
Afortunadamente aún le quedaba, a Cristo, otro grupo, otra embajada que dejó una gran satisfacción en el corazón de Cristo. En el tercer grupo de personas que venían a ver a Jesús, estaban su Madre y sus parientes, que también habían venido de Nazaret. Sorprende la serenidad, la sencillez y el silencio de María. Era la Madre, estaba interesada en Jesús, en sus palabras, en su mensaje y también en sus necesidades materiales, pero ella definitivamente no quería hacerse pasar como una persona cercana e influyente. Cuando le avisaron a Cristo que ahí estaban su Madre y sus parientes, hay un momento que parece desconcertante, pues Cristo se pregunta quiénes son su madre y sus parientes y parece que él mismo se diera la respuesta, pues, cuando ve a las gentes respetuosas, atentas, llenas de fe hacia su persona, indica que ellos son sus parientes, los más cercanos a su corazón.
Cualquiera podría pensar, de momento, en una descalificación para su Madre y para los suyos, pero era todo lo contrario, pues, si alguien estuvo pendiente de sus palabras, si alguien estuvo atento a toda palabra de sus labios, fue María, que había concebido, primero, en su corazón y, luego, en su entraña misma, al mismísimo Hijo de Dios. Ella encarna, entonces, a la misma Iglesia que le cree a su Señor Jesús que tiene palabras de vida para todos los hombres y que quiere la salvación para todos.
Hoy, los hombres no le creen a los hombres, hay desconfianza hacia la Iglesia misma y hacia sus pastores, pero tenemos que volver, una y otra vez, nuestra mirada a Cristo, que es digno de confianza, para volver, de nueva cuenta, a la Iglesia, que, si bien es verdad que tiene sus propios problemas, se muestra dispuesta a hacer la voluntad de su Señor buscando salvación y paz para todos los hombres.
María nos hará descubrir a Cristo el Salvador y nos inspirará la confianza en la Iglesia como barca de salvación y puerto seguro de paz y de esperanza para todos los hombres.
MT