Bret Stephens
Como con los funerales de John McCain, las expresiones de luto por George H.W. Bush —que exaltan la humildad, la lealtad, el temple, la decencia, el valor y la devoción al servicio público del presidente número 41 de Estados Unidos— han contenido reproches apenas velados del presidente actual. La más perspicaz, en mi opinión, fue la del espléndido panegírico de Alan Simpson en la Catedral Nacional de Washington.
“Jamás perdió el sentido del humor”, dijo el exsenador de Wyoming acerca de su amigo de más de 50 años. “El humor es el solvente universal contra los elementos abrasivos de la vida. Eso es el humor. Jamás odió a nadie. Sabía lo que su madre y mi madre siempre supieron: el odio corroe a la persona que lo siente”.
¿Acaso Donald Trump entendió la indirecta mientras estaba sentado en el primer banco? Lindsey Graham, el republicano episódicamente aguerrido de Carolina del Sur, ha afirmado que, en privado, el presidente número 45 es “muy gracioso” y tiene “un gran sentido del humor”. De ser así, es un secreto mejor guardado que sus declaraciones de impuestos.
En público, Trump casi no tiene humor, aunque haya momentos que lo requieran. En la cena de AI Smith de 2016, en vísperas de la elección, Trump convirtió una ocasión para decir algunos chistes desenfadados en un ataque directo contra Hillary Clinton, con un toque de autocompasión. Se comportó de mejor manera en la cena del Gridiron Club en marzo, aunque el evento no se televisó y los temas de sus mejores chistes fueron su esposa y su yerno. Además, se ha rehusado a asistir en dos ocasiones a la cena de corresponsales de la Casa Blanca , el primer presidente que ha faltado desde Jimmy Carter.
Cuando Trump dice chistes, tienden a ser halagadores respecto de su autoimagen. “¿Por qué quieres dejar tu empleo actual?”, le preguntó Jimmy Fallon en The Tonight Show en una parodia de una entrevista de trabajo durante la campaña presidencial de 2016. “Porque al parecer mi objetivo es ganar mucho menos dinero”, respondió Trump.
Si no, sus chistes son crueles, y no necesariamente son chistes. “Como cuando ustedes arrestan a alguien y lo meten a la patrulla, pero, ¿ya saben cómo protegen su cabeza con la mano para que no se golpeen al entrar?”, le dijo a una audiencia de policías el año pasado. “Es mejor que no se preocupen por eso, ¿de acuerdo?”.
¿Por qué a Trump le cuesta tanto trabajo tener buen humor? Hay gente que no es graciosa porque no tiene ingenio: recordemos al segundo lugarteniente Steven Hauk, el personaje de Bruno Kirby en “Good Morning, Vietnam”. Y también pensemos en la gente que no es graciosa porque no es feliz: el sargento Major Dickerson.
Sin embargo, según mis sospechas, no es que Trump no sea gracioso. Más bien se opone a la diversión. El humor humaniza. Sirve para que las situaciones se relajen, para que sean menos formales, para que haya menos presión. Cuando se usa bien, la gente se relaja. El método de Trump es el opuesto: quiere que la gente esté incómoda. Hacer esto preserva su capacidad de herir, su sentido de superioridad, su distancia. Los buenos chistes enfatizan lo absurdo. Las bromas de Trump simplemente ridiculizan. Son corrosivas, no relajantes.
Esto me lleva al segundo comentario relacionado de Simpson: “El odio corroe a la persona que lo siente”.
En junio de 1971, Richard Nixon envió un memorando al jefe de personal Bob Haldeman quejándose de que su aparición desenfadada en la cena de corresponsales de la Casa Blanca había ocurrido antes de una conferencia de prensa en la que “los reporteros se mostraron más groseros y brutales de lo habitual”.
“Esto confirma mi teoría de que tratarlos con más desprecio al largo plazo es una política más productiva”, escribió el presidente número 37, presagiando la mentalidad de su sucesor actual.
Desde luego, en su mayor parte, la prensa odiaba a Nixon, y él les devolvía el favor. Su error era suponer que su única opción se encontraba entre el odio y congraciarse, en vez de la indiferencia y el humor. Eso provocó que fuera incapaz de ver más allá. Hasta el final de su presidencia, Nixon estuvo atrapado en una sed de aprobación que jamás satisfizo y un apetito de destrucción que jamás sació.
Es lo mismo con Trump. Anhela la adulación de los medios y hierve de furia cuando no la obtiene. Parece que no se le ocurre que la invitación más segura del escarnio es la falta de humor. O que esa autodesaprobación influye en la burla. O que la mejor manera de socavar a quienes lo critican en los medios es restarle importancia a su pomposidad, no enfurecer a causa de su insolencia. O que el encanto presidencial vence la vituperación de los medios siempre.
En resumen, ese humor que tiene la política democrática también es su arma más eficaz: el escudo más fuerte y la espada más filosa. No solo divierte, sino que permea y alivia. Desarma, atrae y moviliza. Winston Churchill era ingenioso, al igual que Jack Kennedy y Ronald Reagan. Nixon y Jimmy Carter no lo eran.
¿Acaso esto afecta de alguna manera a Trump? Lo dudo. Su carácter es como es. Y su estilo político no es democrático, sino un culto a la personalidad. Trump pareció poner atención durante todo el funeral, pero sospecho que el discurso de Simpson no significó nada para él.
Pero nosotros no debemos pasarlo por alto. Es una época furiosa, en la que los críticos de Trump también hierven de ira, con su escarnio, su autoimportancia y su autocompasión… además del odio. Creen que están atacando al presidente. Pero, cada vez más, lo que hacen es reflejar su mentalidad. El mensaje de Simpson es una advertencia para todos nosotros.
The New York Times