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La sonrisa de mi madre era tersa, limpia, contundente. Hablaba de lo que por dentro vivía, pese a los muchos contratiempos que la existencia le entregó en abundancia: una nobleza a prueba de pruebas.

11 de octubre 2015

La sonrisa de mi madre era tersa, limpia, contundente. Hablaba de lo que por dentro vivía, pese a los muchos contratiempos que la existencia le entregó en abundancia: una nobleza a prueba de pruebas.

Cuando mi madre sonreía, un remanso de paz me inundaba, porque sabía que en ella no había más que el reflejo claro de un alma incapaz de medir con la vara de la mezquindad.

Cuando mi madre sonreía, parecía que no había vivido una guerra, un destierro, una vida sin descanso. Parecía como si los embates del mundo, bastante cruel con ella, hubiesen pasado de largo sin apenas tocarla.

Me acordé de ella justo hace unos días, al celebrarse lo que han denominado el Día Internacional del Alzheimer, porque cuando atacó a mi madre la terrible enfermedad, fue precisamente esa, una de las prácticas que acabó olvidando: sonreír.

Si habría de olvidar su nombre, su pasado, sus circunstancias; si habría de olvidarme, ¿cómo no olvidar sonreír también?

Y con la sonrisa pareció olvidar, en su mundo de silencios, la inagotable bondad que llevaba dentro. Pero los que la conocimos en vida, en vida plena, no habríamos de olvidarlo nunca.

El Alzheimer es la más común de las demencias entre las personas mayores, y a veces no tan mayores; un trastorno cerebral que va haciendo perder, poco a poco, la capacidad para realizar actividades cotidianas, empezando por la memoria sobre los hechos más cercanos. Irremediablemente, el enfermo de Alzheimer empieza a tener problemas de lenguaje y a olvidar cosas que antes hacía sin siquiera reparar en ello.

En los ámbitos más avanzados de la enfermedad-nombrada así por el neuropsiquiatra alemán Alois Alzheimer, que describió el primer caso como tal-, se deja de recordar a los propios familiares cercanos y hasta la necesidad de comer, convirtiéndose en un ser humano incapaz de valerse por sí mismo. De ahí lo demoledor de sus circunstancias.

Aunque hay diversas versiones sobre la cantidad de adultos que padecen esta enfermedad en México, las cifras oficiales hablan ya de 350 mil afectados en el país, número que inevitablemente se irá incrementado con el paso del tiempo y el aumento natural de la población.

Cientos de miles de historias particulares que se van escondiendo, de a poco, en la oscuridad del olvido; de afectos que se diluyen para siempre; de sonrisas que, como la de mi madre, se extinguen para no volver.

Pero el terrible Alzheimer, con todo y lo demoledor de su efecto, y el siempre latente temor de encontrármelo de nuevo a la vuelta de cualquier recoveco de la vida, no logró arrancarme ni el recuerdo de aquella sonrisa limpia y transparente de mi madre, ni por supuesto, la esperanza de volver a recibirla como un regalo inestimable en ese otro mundo que se asemejará tanto a su alma.

Por: Manuel Naredo

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