Hace apenas unos días, gran parte del acervo científico y cultural de Brasil y, de la historia del mundo, fueron destruidos por un incendio. El Museo Nacional de Brasil albergaba 20 millones de piezas recopiladas a lo largo de 200 años. Desde vestigios de la época geológica; el esqueleto de Luzia, la primera americana; moluscos; momias egipcias; especies en extinción disecadas; y la más importante colección indígena y de literatura sobre antropología de ese país.
Apenas algunas cosas resistieron las llamas, pero lo único que permaneció intacto e indemne, fue un meteorito, constituido por una masa compacta de hierro y níquel de más de 5 toneladas.
Aunque no se conocen con exactitud las causas de esta catástrofe, por ahora se manejan dos líneas de investigación: la caída de un pequeño globo aerostático –usados en las fiestas tradicionales del país–, o por un corto circuito ocurrido en un laboratorio. No obstante este hecho evidenció que de haber tenido este recinto el suficiente apoyo financiero para su manutención, quizá se habría podido evitar el incendio o al menos reaccionar de manera más diligente y rescatar un mayor número de piezas.
Se dice que la brigada contra incendios no estaba al momento del siniestro, únicamente había 4 vigilantes. Pero la pérdida comenzó años atrás, hacía 4 que solo el 1% del acervo estaba abierto al público; además, los trabajadores habían expuesto el estado ruinoso de las instalaciones y las necesidades apremiantes para la conservación de las colecciones.
Si el hecho en sí es lamentable, es todavía peor enfrentarse al descuido, al desinterés y a la negligencia de la propia humanidad. Es como si su objetivo fuera la autodestrucción.
A pesar de que se habla de un esfuerzo por la reconstrucción del museo, hoy la humanidad pierde una parte más que es imposible recuperar.