Que el odio es un tren sin frenos lo sabemos bien en España, donde ocho décadas después seguimos sin cerrar las heridas de nuestra Guerra Civil
David Jiménez
Los conflictos que cubrí como reportero, desde Mindanao a Sri Lanka, tenían un origen parecido: un día el adversario político comenzó a ser visto como una amenaza y el vecino que pensaba diferente como el enemigo. Los bandos creyeron que el resentimiento sería manejable y que podrían desactivarlo antes de que fuera tarde. No fue así. Nunca lo es.
Que el odio es un tren sin frenos lo sabemos bien en España, donde ocho décadas después seguimos sin cerrar las heridas de nuestra Guerra Civil. Y, sin embargo, incomprensiblemente, hemos vuelto a poner en marcha ese tren a ninguna parte.
No, España no está al borde de otro conflicto armado. El país es hoy una democracia europea, la decimotercera economía del mundo y el segundo destino turístico más visitado. Precisamente porque la tolerancia fue clave para llegar hasta aquí resulta frustrante el empeño en desandar el camino. Los españoles somos los ciudadanos europeos que más enemistad sentimos hacia compatriotas de ideología diferente, hemos dejado que el lenguaje guerracivilista lo contamine todo, desde el parlamento a las escuelas, y emergemos de cada crisis más divididos y enfrentados.
Y lo que es peor: hemos contagiado de todo ello a las generaciones que vienen por detrás.
Una cuarta parte de los jóvenes españoles se posicionan en los extremos. En las aulas o en la calle, en sus camisetas y sus discursos, los jóvenes vuelven a definirse con términos utilizados en la Guerra Civil. Rojos y fachas. Fascistas y comunistas. Ignorantes, en definitiva, del significado o las connotaciones históricas de lo que hablan. El momento de parar esa deriva es ahora: ningún país está exento de repetir los peores errores de su historia. Y España, menos que ninguno.
Los meses de confinamiento, la trágica pérdida de decenas de miles de vidas y la crisis económica provocada por la pandemia han agrandado la brecha entre las dos Españas. Goya las pintó hace dos siglos en su Duelo a garrotazos, su enfrentamiento arruinó el país durante décadas y hoy reviven gracias a políticos mediocres que no tienen otra propuesta.