“Si uno quiere comer tiene que salir a trabajar”, dice el hombre que comenzó en el oficio cuando tenía 23 años. El arrugado rostro de Cacatzun, quien como varios de sus compañeros adultos mayores no tiene familia, se contrae cuando ríe a modo de consuelo porque un día de esta semana apenas vendió 35 quetzales (unos cinco dólares). “A veces se vende, a veces no”. De la venta le quedaron menos de tres dólares, el resto es para el proveedor de los helados.