Como el Fausto, de Goethe, la final de la Copa Libertadores tuvo su prólogo en el cielo. Por última vez, el torneo se iba a decidir a visita recíproca y por primera vez reuniría a los archirrivales de Argentina: Boca Juniors y River Plate. El juego de ida, que debía celebrarse en la cancha de Boca el 10 de noviembre, fue suspendido por una tormenta de dimensiones bíblicas. El cielo presagiaba la final más turbulenta de la historia.
El partido se jugó al día siguiente. Leonardo Uranga, cronista de Radio AM550, narró las acciones junto a un cardiólogo dispuesto a brindar consejos a pacientes con taquicardia futbolística. El marcador de 2-2 mantuvo el suspenso. Todo se resolvería en el juego de vuelta, el 24 de noviembre, en el Estadio Monumental, de River Plate.
Hace un par de semanas, tuve un diálogo público con Mario Alberto Kempes, campeón del mundo con Argentina en 1978 y máximo goleador de ese torneo. Le pregunté si soñaba con lances deportivos. En las brumas de la alta madrugada, ¿fallaba un penalti de último minuto? El Matador es un caso insólito del deporte; conoció la gloria, pero se conduce con humildad extrema, como un santo que por casualidad fue delantero. Muy en su estilo, respondió que jamás había soñado nada que pudiera alterarlo: “Antes de la final de 1978, dormí tranquilito”. Seguimos hablando hasta que dio con un sueño posible como exjugador de River. “Nada me gustaría más que ver un superclásico con las dos hinchadas compartiendo estadio”.
La FIFA cuenta con 211 países agremiados. Según Martín Caparrós, 210 pueden organizar un clásico al que asistan hinchadas rivales; solo uno se sustrae a esa posibilidad: Argentina, en donde el público fue bautizado como el ‘jugador número 12’, dispuesto a decidir el resultado.
Cuando Jorge Bergoglio se convirtió en el papa Francisco, dijo que los obispos habían ido a buscar un papa en el fin del mundo. Para algunos hermeneutas, el pontífice no solo se refería a un sitio lejano, sino a un lugar de acabamiento.
¿Puede el futbol prefigurar el apocalipsis? El incidente del 24 de noviembre le costó el puesto a Martín Ocampo, ministro de Justicia y Seguridad de Buenos Aires, y desnudó una honda descomposición social; pero el arte del ‘dribbling’ no es responsable de los desastres que suceden para contemplarlo.
En el callejón del Gato de Madrid, Valle-Inclán encontró un espejo cóncavo que desfiguraba los reflejos. Esa imagen le sugirió la estética del esperpentismo, en donde las cosas se entienden por exageración. El futbol es un espejo de ese tipo: refleja de manera acrecentada a la sociedad donde ocurre.
Más de un siglo de fiebre en las gradas ha realzado el papel del “jugador número 12”. En ese entorno el encono ha adquirido valor instrumental: estar en contra del adversario se ha vuelto aún más importante que apoyar al propio equipo. Cuando el Boca salta a la cancha, la Bombonera se cimbra y parece a punto de venirse abajo (aunque los hinchas prefieren decir que “late” como un corazón). Es una ópera de emociones desbordadas donde parece lógico agredir por amor.
En el país con más psicoanalistas por metro cuadrado, el futbol es una reserva del sentimiento ajena a las razones. En 1974, asistí a un River-Boca en el Monumental. En las gradas, un hincha me preguntó: “¿Sos mexicano?”. Asentí y quiso saber si era cierto que en el Estadio Azteca el equivalente a un hincha de Boca podía sentarse al lado del equivalente a un hincha de River. Le dije que sí. “¿No se matan?”, me vio con curiosidad. Pensé que celebraba la condición pacífica del futbol mexicano; reflexionó unos segundos y dijo de manera inolvidable: “¡Pero qué degenerados!”.
El 9 de diciembre, el Boca-River será extraterritorial. ¿Es esa la única posibilidad de que las dos aficiones rivales coexistan en el mismo estadio? ¿Se trata de una anomalía o de un promisorio anticipo de lo que Kempes y muchos otros han querido soñar despiertos? Las lecciones de la final no han concluido. Acaso la más importante sea la siguiente: los futbolistas harán menos esfuerzo que los espectadores, condenados al extraño milagro de estar juntos.