José Serur
He de reconocer que el comprar regalos no es mi fuerte, sobre todo cuando apenas conozco a los beneficiarios. Creo que sufro de más con ello a pesar de que siempre he sostenido que algo hecho con las manos para otra persona siempre resultará más halagador en estos tiempos que ya nada sorprende e importa del todo. Pero, si llegar a una boda de alta sociedad en la que pretendía ‘quedar bien’ con una cartita con bellas palabras escritas, y un angelito pintado a mano por mis básicos talentos artísticos, resulta una auténtica ¡mentada de madre! para la familia de los novios y una marca más a mi ya cuestionada reputación ‒a menos que el sobrecito traiga una ‘buena lana adentro’‒, mejor decido, por razonamiento, tener un poco de ‘dignidad y categoría social’ y me dirijo deprisa a la mesa de regalos en El Palacio de Hierro de Polanco, uno de los conceptos de tienda más impresionantes y surrealistas que haya yo visto jamás.
Cruzando las puertas de este castillo de estimulación sensorial, me topé con un sinnúmero de ‘boutiques’ de finas marcas famosas y mundiales que solo se explican con las múltiples estadísticas de las cámaras de comercio. En el primer y segundo trimestre de 2018, los mexicanos fuimos uno de los mayores consumidores de productos de lujo, tanto aquí como en el ámbito global, junto con los japoneses y chinos. En fin, en medio de tanto barullo me sentí desconcertado con el tamaño del lugar y le pregunté al serio ‘poli’, con metralleta en mano, en dónde se encontraba el dichoso lugar de los regalos. Me dio la instrucción y tomé las majestuosas escaleras eléctricas, por las que amablemente fui interceptado por un ‘bello mozo’ alto, delgado y de traje y corbata negra que parecía modelo de revista italiana, acompañado de dos bellas mujeres de nariz respingada ‒quienes parecían como de origen noruego‒ en entallados vestidos negros. Ellos me ofrecieron con un marcadísimo acento argentino la Tarjeta Palacio y sus grandes beneficios.
He de confesar que hasta me intimidó la ‘guapura’ de estos amigos y los escuché un tiempo por solo la mera curiosidad de lo que mecánicamente fueron instruidos en comunicarme, pero al mismo tiempo me preguntaba “¿Qué hacen estos tipos aquí?”. Ante lo obvio, y después de unos minutos del cortejo y manipulación comercial, finalmente accedí a llenar mi registro para mi nuevo plástico amarillo y negro. Me enviaron a otro escritorio aledaño en donde estaba su superior, otra mujer escultural, de origen venezolano, que para qué les platico… Terminé mi proceso de afiliación con tintes sudamericanos y partí orgulloso por ser parte de este club “que es parte de mi vida”. Seguí mi camino y fui atendido finalmente por una amable mujer mexicana, quien me guio en la compra de mi regalo de bodas; posteriormente fui a la juguetería y adquirí un Lego de sorpresa para una de mis hijas.