Jorge Carrión
En México, se celebran 536 festivales al año; la mayoría son de artes escénicas. España registró en 2017 ni más ni menos que 887 festivales de música, 354 de danza, 803 de teatro y 33 de cine.
El sentido común invita a desconfiar, no obstante, de las cifras oficiales del Sistema Nacional de Estadísticas, porque este año se celebrarán más de 40 festivales de cine solamente en Cataluña.
¿Parecen demasiados? Seguramente tienen lugar más festivales de los que creemos. Mientras que las administraciones públicas siguen pensando la cultura en términos de obras individuales y eventos consagrados a un único lenguaje, más allá de los límites de su contabilidad no dejan de proliferar los festivales interdisciplinares, las fiestas de la cultura y varios desmadres.
En 1965, se realizaban en España 62 festivales al año. Tras la importancia de los de música y de cómic en la década de los 70 –los años finales de la dictadura de Franco y el comienzo de la democracia socialdemócrata–, la cultura de los 80 y los 90 se codificó en clave celebratoria.
Pero la multiplicación de las ferias del libro, los macrofestivales de música, las bienales de arte y otros eventos culturales no eran una tendencia local, sino global. El Sónar –de música electrónica y experimental– nació en Barcelona en 1994; y en esta segunda década del siglo XXI se ha celebrado en ciudades como Bogotá, Estocolmo, Reikiavik, Tokio, Osaka, Buenos Aires y Ciudad del Cabo.
Desde los Juegos Panhelénicos y las celebraciones dedicadas a dioses como Dioniso en la Antigüedad, los festivales han sido siempre por naturaleza excepcionales: reuniones cíclicas en que se confundían las artes vivas y las literarias con los cultos sacros y paganos, a menudo vinculadas con los ritmos de las estaciones o de las cosechas.
Las exposiciones universales –que cambiaron a los dioses mitológicos por el dios Progreso–, por esa misma voluntad de ser grandes eventos con aura de singularidad, pasaron de ser anuales en el siglo XIX a celebrarse cada cuatro años en el siguiente.