Los datos se amontonan, muy variados, y todos van en la misma dirección. Alcanza con mirar cifras oficiales: dicen, por ejemplo, que en los últimos doce meses la industria argentina bajó su actividad un 13,4 por ciento y la construcción un 12,3. O que la inflación fue del 51,3 por ciento, la más alta desde 1991. O que el dólar, que todo lo define, cuesta justo el doble que hace un año. O que más de la mitad de los chicos argentinos ahora son pobres, igual que un tercio de la población del país, y que el hambre crece sin parar.
Los números solo confirman lo que todos —o casi todos— perciben en la calle: que la Argentina se sigue degradando y que su gobierno no sabe impedirlo, aunque se anote triunfos épicos como el de la semana pasada, cuando logró que el dólar no aumentara durante cuatro días seguidos.
Entre muchos cunde la sorpresa: son los que creyeron que un grupo de personas que —decían que— sabían manejar sus empresas y sus inversiones serían buenos para manejar el Estado. Es un viejo mito que desdeña las diferencias extremas entre una y otra disciplina. En sus compañías los patrones deciden y son obedecidos y buscan ganar más, mientras que en el Estado es necesario hacer política: convencer a muchos de que tal o cual cosa es mejor, dar, tomar, negociar, consultar mayorías, repartir, buscar el bien común. Estos empresarios no lo hicieron: perdieron y perdimos. En cualquier otro lugar del mundo, con unos resultados semejantes, un presidente no tendría la menor chance de que lo reeligieran. En la Argentina, que espera elecciones en octubre, todavía es posible.
Los argumentos para que eso suceda son diversos. La línea explicativa más extraña sostiene que el presidente de la Argentina, Mauricio Macri, es así: que saca fuerzas de flaquezas y que consigue en las últimas lo que ya parecía haber perdido. Hay quienes lo llaman “La Gran Macri”.
La primera vez que lo hizo —en público— fue en Boca Juniors, el club más popular de la Argentina. Macri se había hecho con su presidencia en 1995 usando técnicas de marketing político para ganar una elección de barrio donde votaban unas 7000 personas. Y puso plata y relaciones para armar un equipo ganador, se compró a Maradona, a Caniggia, a Riquelme, a Bilardo y tantos más y no lo consiguió. Su mandato se terminaba en el fracaso cuando, ya de últimas, contrató a un entrenador providencial: Carlos Bianchi sí sacó campeón a Boca y le salvó la vida. Sin ese título agónico, su vida pública habría acabado en sus primeros pasos.