Los progresistas estadounidenses ya han aprendido que los ataques frontales no siempre son efectivos contra Trump. Llevar a juicio político a Trump parece haberlo elevado en las encuestas
Nicholas Kristof/Columnista en The New York Times
¿Pueden los críticos del presidente estadounidense, Donald Trump, aprender algo de los movimientos a favor de la democracia en otros países?
La mayoría de los estadounidenses no tienen mucha experiencia en confrontar gobernantes autoritarios, pero muchas personas de todo el mundo son veteranos de dichas luchas. Y podría decirse que la lección más importante es el “risativismo”: el poder de la burla.
Denunciar a los dictadores funciona, pero el ingenio a veces los desinfla de manera más efectiva. Amenazar con el puño a un líder no es un acto que se gane tanto a las personas como convertir a ese líder en el hazmerreír.
“Cada chiste es una pequeña revolución”, escribió George Orwell en 1945.
Los progresistas estadounidenses ya han aprendido que los ataques frontales no siempre son efectivos contra Trump. Llevar a juicio político a Trump parece haberlo elevado en las encuestas. Según una encuesta de Quinnipiac, la mayoría de los estadounidenses están de acuerdo en que Trump es un racista, pero aun así podría ganar la reelección. Los periodistas llevan la cuenta de las mentiras de Trump (más de 20.000 desde que asumió la presidencia) y relatan las acusaciones de conducta sexual inapropiada contra él (26 hasta el momento), pero parece estar recubierto con teflón: el cochambre no se le pega.
Estados Unidos ha visto globos del bebé Trump, parodias en “Saturday Night Live” y torrentes de memes y chistes de Trump. Pero, en general, los opositores de Trump suelen aportar más volumen que ingenio. Así que, con la experiencia que tengo por haber cubierto campañas a favor de la democracia en muchos otros países, sugiero que los estadounidenses horrorizados por Trump aprendan una lección del extranjero: los autoritarios son criaturas presumidas con egos monstruosos y por ello tienden a ser particularmente vulnerables al humor. Parecen poderosos, pero por lo regular son globos que solo necesitan un alfiler puntiagudo.
Incluso antes de que colapsara, la autoridad moral de la Unión Soviética ya había sido minada con chistes incesantes. En uno, un integrante de la policía secreta le pregunta a otro: “¿Qué piensas del régimen?”. Nervioso, el segundo policía le responde: “Lo mismo que tú, camarada”. En ese momento, el primero saca sus esposas y le dice: “En ese caso, es mi deber arrestarte”.
¿Lo que está en juego es demasiado serio para reír? ¿Hacer chistes devalúa la lucha por la democracia? Yo creo que no. Uno de los ejemplos más exitosos de risativismo ocurrió hace dos décadas cuando los estudiantes universitarios se enfrentaron al régimen de Slobodan Milosevic en Serbia. Milosevic había cometido genocidio y no era un blanco que pareciera poder combatirse con el humor, pero el ingenio de los estudiantes ayudó a derrocarlo.
Una broma típica: pegaron con cinta adhesiva una imagen de Milosevic en un barril e invitaron a los transeúntes a darle un golpe con un bate de béisbol. Las fotografías resultantes de la policía cuando “arrestó” al barril y se lo llevó arrastrando fueron ampliamente difundidas e hicieron que Milosevic se viera menos imponente y más ridículo. En 2000, Milosevic fue removido de la presidencia y entregado a un tribunal internacional para enfrentar un juico por crímenes de guerra.
En Estados Unidos, también hemos visto el poder del ingenio. Uno de los críticos más efectivos de William M. Tweed, conocido como Boss Tweed, y de Tammany Hall en el siglo XIX fue Thomas Nast, el caricaturista. La némesis del senador Joseph McCarthy, y el hombre que acuñó el término “macartismo”, fue el caricaturista Herblock.
(No les digan a mis editores, pero los caricaturistas, ahora una especie en peligro de extinción, a menudo son críticos sociales y políticos más incisivos que los columnistas).
En Sudáfrica, el caricaturista Jonathan Shapiro criticó y ridiculizó al presidente Jacob Zuma de una forma tan hábil y frecuente que se cree que él fue una de las razones por las que el mandatario se vio obligado a renunciar en 2018. Zuma demandó a Shapiro, cuya respuesta fue una caricatura en la que el político brama que lo demandará por daños a su reputación. Shapiro, impávido, contesta: “¿Te refieres a tu reputación como un demagogo chovinista desacreditado que no puede controlar sus impulsos sexuales y piensa que una ducha puede prevenir el sida?”.
En Malasia, el primer ministro Najib Razak fue derrocado el mismo año en parte debido a la obra de otro caricaturista, Zulkiflee Anwar Haque, quien perseveró a pesar de las acusaciones en su contra y los ataques físicos.
Esto nos da una idea del poder del humor: los dictadores temen a las burlas. El Comité para la Protección de los Periodistas afirma que, tan solo este año, ha intervenido para defender a siete caricaturistas de diferentes partes del mundo que fueron arrestados y amenazados con someterlos a procesos judiciales o asesinarlos.
En Rusia, el disidente Alexei Navalny usa un sarcasmo devastador en sus esfuerzos por llevar democracia a ese país. Navalny, que ahora se recupera en Alemania de un aparente intento de funcionarios rusos de asesinarlo con el gas nervioso novichok, respondió a las insinuaciones rusas de que él mismo se había envenenado de la siguiente manera:
“Herví novichok en la cocina, luego me tomé un sorbo de esa sustancia tranquilamente en el avión y caí en coma”, escribió en Instagram. “Terminar en una morgue en Omsk, donde se establecería como causa de mi muerte que ‘había vivió lo suficiente’, era el objetivo principal de mi astuto plan. Pero Putin fue más hábil que yo y me descubrió”.
Los líderes que buscan dar una imagen de ser religiosos, como Trump, son particularmente fáciles de criticar y ridiculizar, como lo han demostrado los iraníes con el uso del humor para subrayar la hipocresía de sus propios mulás. El ayatolá Mesbah Yazdi todavía es identificado con el apodo de Cocodrilo debido a una caricatura realizada hace muchos años por Nik Kowsar, quien ahora vive en el exilio en Estados Unidos porque lo detuvieron funcionarios intransigentes y amenazaron con asesinarlo.
No, no dibujaré caricaturas ni intentaré hacer monólogos de comedia. Conozco mis limitaciones. Sin embargo, me frustra la falta de tracción que reciben las críticas serias de Trump y pienso que es útil aprender las lecciones de cómo las personas en el extranjero han desafiado a los autoritarios y señalado su hipocresía con la simple precisión de la burla.
También me frustra que algunas críticas enérgicas de Trump a veces son percibidas por los votantes indecisos como estridentes o excesivas. A las personas como yo se nos acusa de sufrir el síndrome de paranoia anti-Trump y se ignoran nuestros argumentos precisamente porque son muy fervientes.
Algo similar ocurre en muchos países. Los ciudadanos apolíticos suelen desconfiar de los líderes a favor de la democracia que son percibidos como radicales, no religiosos o elitistas con demasiados estudios. Sin embargo, esos ciudadanos ordinarios aprecian las bromas, por lo que el humor se convierte en una forma de conquistarlos.
“Las sonrisas del pueblo son las pesadillas de los dictadores”, escribió Liu Xiaobo, el disidente chino que ganó el Premio Nobel de la Paz en 2010 mientras estaba en prisión. Era más conocido por sus ensayos elocuentes a favor de la democracia, pero argumentaba que el humor también es esencial para socavar a los gobernantes autoritarios.
Liu también abundó en que que satirizar a un autoritario es bueno para la nación porque hace que la caída y la transición sean menos dramáticas y violentas, lo que podría ser relevante para un país polarizado como Estados Unidos.
“Un payaso requiere menos venganza que un monstruo”, destacó.