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Lucas: 18, 9-14 En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás: “Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro, pub1icano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ‘Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás … Leer más

23 de octubre 2022

Lucas: 18, 9-14

En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás: “Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro, pub1icano.
El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ‘Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias’.
El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: ‘Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador’.
Pues bien, yo les aseguro que éste bajó a su casa justificado y aquél no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”.

Reflexión

Oración: actitud y contenido

Padre Nicolás Schwizer

Instituto de los Padres de Schoenstatt

Esta actitud de pobreza o humildad la encontramos en el Evangelio de hoy, en la oración del publicano: él se conoce como pecador, injusto, ladrón, pero posee un espíritu humilde y pobre y por eso confiesa la verdad. Y en su miseria pide perdón y ayuda a Dios, confiando en la misericordia de Él. No se quejaba de nada ante Dios, ni se compara con nadie; sólo mira a Dios y a su Amor. Por eso Dios le perdona y él vuelve a su casa justificado. Y el Evangelio añade: “Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”.

Opuesta a esta actitud de humildad, que Dios espera y busca en nuestra oración, está la actitud del fariseo. Es la actitud de soberbia, de autocomplacienca y de desprecio hacia los demás. Él no necesita a Dios, ni su misericordia ni su justificación. Porque él se cree limpio de todo pecado y se da como justificado por el mérito de sus buenas obras propias. Y así queda ante Dios como gran pecador que no es justificado.

Por medio de esta parábola entendemos la que Dios espera y exige de nuestro rezar: la actitud de humildad. Cuando así quedamos ante Dios en nuestra oración, somos atendidos por Él.

Pero a pesar de toda nuestra actitud auténtica, nuestro rezar no es siempre escuchado favorablemente por Dios. Porque depende no sólo de la actitud, sino también del contenido de nuestra oración.

No es el sentido de nuestro rezar, el cambiar a Dios, y mandar a Dios, sino el cambiar nosotros, y ponernos bajo su dependencia, bajo su dirección. Reclamamos de Dios que cumpla nuestra voluntad, que realice nuestro plan, que se ponga a nuestro servicio. Pero orar es todo lo contrario. Es pedir a Dios que se cumpla su voluntad, que se realice su plan, que nos pongamos enteramente a su servicio. Cuando queremos escuchar música en el aparato de radio, tenemos que ponerlo en marcha y captar la longitud de onda adecuada. Así es con nuestra oración: tratamos de ajustar nuestros propios planes a los planes de Dios, tratamos de adaptarnos a la voluntad de Dios, como pedimos en el Padre nuestro: Hágase la voluntad (así) en la tierra como en el cielo.

Porque Dios – Padre tiene un plan de vida que es un plan de amor para cada hombre. Por medio de este plan quiere conducir y llevar a cada uno de nosotros a su reino, hacia su casa. Respetando nuestra libertad, Dios busca – siempre nuevamente – nuestro acuerdo y nuestra cooperación en los distintos pasos de este plan. Y adaptándonos a la voluntad de Dios en nuestro rezar, despejamos el camino para este plan divino, quitando todos los obstáculos.

Así entendemos por qué nuestra oración una vez será atendida, otra vez no. Cuando nuestros ruegos son atendidos, es porque han acertado precisamente la voluntad de Dios, el plan inalterable de Dios. Ester aceptación se realiza generalmente en nuestras súplicas espirituales y sobrenaturales, porque Dios-Padre siempre quiere el progreso, la perfección y la salvación de cada uno de nosotros. En cambio cuando se trata de súplicas mundanas – salud, trabajo, éxito, bienes materiales – muchas veces Dios no nos escucha.

Y cuando así no somos escuchados, sabemos que nuestros ruegos eran incompatibles con el plan de Dios. Y todo lo que no está en el plan divino, no resulta provechoso ni conduce a mi salvación. Pero en lugar de lo pedido, Dios me regala otro bien mejor, que conviene a su plan divino. Porque su amor paternal responde a todas mis preces, aunque de otra manera. Muchas veces me da así su fuerza y su gracia para soportar mejor mis dificultades. No me quita mi cruz personal, como lo pedí, pero me ayuda a llevarla con valentía.

El sentido de nuestro rezar no es: cambiar a Dios, imponerle nuestra voluntad.

MT

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