Lucas 24, 35-48
Cuando los dos discípulos regresaron de Emaús y llegaron al sitio donde estaban reunidos los apóstoles, les contaron lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan.
Mientras hablaban de esas cosas, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Ellos, desconcertados y llenos de temor, creían ver un fantasma, pero él les dijo: “No teman, soy yo. ¿Por qué se espantan? ¿Por qué surgen dudas en su interior? Miren mis manos y mis pies. Soy yo en persona. Tóquenme y convénzanse: un fantasma no tiene ni carne ni huesos, como ven que tengo yo”, y les mostró las manos y los pies, pero, como ellos no acababan de creer de pura alegría y seguían atónitos, les dijo: “¿Tienen aquí algo de comer?”, le ofrecieron un trozo de pescado asado, él lo tomó y se puso a comer delante de ellos.
Después, les dijo: “Lo que ha sucedido es aquello de que les hablaba yo cuando aún estaba con ustedes: que tenía que cumplirse todo lo que estaba escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos”.
Entonces, les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras y les dijo: “Está escrito que el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos al tercer día y que, en su nombre, se había de predicar a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de esto”.
Reflexión
No al temor y la tristeza
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
Con la Iglesia universal, estamos celebrando el tiempo de Pascua. Es un tiempo de gozo y de alegría, un tiempo de victoria y de fiesta.
Por eso, el verdadero cristiano es incapaz de vivir al margen de la alegría pascual. Por Cristo, que ha sido introducido e instalado en la alegría, entregado a la alegría.
En su vida, no puede ya existir el fracaso: ni el pecado ni el sufrimiento ni la muerte son ya para él obstáculos insuperables. Todo es materia prima de redención, de resurrección: porque, en el centro mismo de su pecado, de sus sufrimientos y de su muerte, le espera Jesucristo vencedor.
El Señor resucitado ha llenado al mundo de gozo y, si nos fijamos en el Evangelio de hoy y en los Evangelios de este tiempo pascual, nos damos cuenta de lo siguiente, hay dos cosas que Cristo reprocha especialmente a sus discípulos: el temor y la tristeza.
“Llenos de miedo, creían ver un fantasma”, dice, de ellos, el Evangelio de hoy. “Mujer, ¿por qué lloras?”, le dice Cristo a María Magdalena cuando le aparece cerca del sepulcro. También los discípulos de Emaús “se detienen entristecidos” cuando se les aparece el Señor y, siempre, Jesús les echa en cara su miedo y su tristeza.
Hemos de preguntarnos si esta actitud no es también la nuestra, hemos de examinarnos si nuestra religión personal no es también una religión de tristeza y de terror porque muchos cristianos se han construido, entre Dios y ellos, un muro de desconfianza, de malentendidos, de miedo y de distanciamiento.
Aceptar creer en la alegría es casi aceptar a renunciar a nosotros mismos. Nuestra tristeza y nuestro miedo son las medidas de nuestro apego a nosotros mismos, a nuestra experiencia, a nuestra desconfianza, a nuestras quejas.
Y nuestra alegría es la medida de nuestro apego a Dios, a la confianza, a la esperanza, a la fe. Nuestra negativa al gozo es nuestra negativa a Dios. Dios ocupa, en nuestras vidas, el mismo lugar que la alegría.
Creer en Dios es creer que Él es capaz de hacernos felices, es creer que Él puede hacernos conocer una vida que deseamos prolongar por toda la eternidad. Para muchos, la cuestión no es saber si tienen fe en la resurrección, sino saber si sienten ganas de resucitar.
Antes de creer en la resurrección, tendríamos que nacer a una vida que valiese la pena prolongarla por toda la eternidad porque lo que Cristo ha de resucitar no es esta pequeña vida nuestra, egoísta, mezquina y pobre. Si prolongara indefinidamente esa vida, sería más un castigo que una recompensa.
MT