Juan 10, 11-18
En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos: “Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por sus ovejas. En cambio, el asalariado, el que no es el pastor ni el dueño de las ovejas, cuando ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; el lobo se arroja sobre ellas y las dispersa porque, a un asalariado, no le importan las ovejas.
“Yo soy el buen pastor porque conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí, así como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre. Yo doy la vida por mis ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil y es necesario que las traiga también a ellas; escucharán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor.
“El Padre me ama porque doy mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita, yo la doy porque quiero. Tengo poder para darla y lo tengo también para volverla a tomar. Este es el mandato que he recibido de mi Padre”.
Reflexión
Nos conduce a los pastos de la vida
Que el regreso del pastor fue bueno, cuando Cristo vino a la tierra, él mismo acaba de proclamarlo hoy: “Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas”. De aquí, que el mismo maestro va buscando, por toda la tierra, compañeros y colaboradores, diciendo: “Aclamad al Señor, tierra entera”; de aquí, que confíe, a Pedro, sus ovejas para que las pastoree en su nombre y tome el relevo al subir él al cielo. “Pedro”, dice, “¿me amas? Pastorea mis ovejas”. Y, para no turbar con un comportamiento autoritario los frágiles comienzos de un retorno, sino sostenerlo a base de comprensión, repite: “Pedro, ¿me amas? Apacienta mis corderos”. Encomienda las ovejas, encomienda el fruto de las ovejas, porque el pastor conocía, ya de antemano, la futura fecundidad de su rebaño. “Pedro, ¿me amas? Apacienta mis corderos”. A estos corderos, Pablo, colega del pastor Pedro, les ofrecía, como alimento espiritual, las ubres llenas de leche cuando decía: “Os alimenté con leche, no con comida”. Esto es lo que sentía el santo rey David y, por eso, exclamaba como con piadoso balido: “El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas, me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas”.
A quien retorna a los pastos de la paz evangélica después de tantos gemidos de guerras, después de una triste vida de sangre, el siguiente versículo anuncia la alegría a quienes yacen en la servidumbre. El hombre era siervo del pecado, gemía cautivo de la muerte, sufría las cadenas de sus vicios. ¿Cuándo el hombre no estuvo triste bajo el pecado? ¿Cuándo no gimió atenazado por la muerte? ¿Cuándo no desesperó bajo la tiranía de los vicios? Por esta razón, lanzaba el hombre desesperados gemidos cuando no le quedaba otro remedio que soportar tales y tan crueles señores. Con razón, pues, el profeta, al vernos liberados de tales señores y convertidos al servicio del Creador, a la gracia del Padre y a la libre servidumbre del único Señor bueno, exclama: “Servid al Señor con alegría, entrad en su presencia con vítores”. Porque los que la culpabilidad había arrojado y la conciencia había expulsado, a estos, la gracia los reconduce y la inocencia los reintroduce.
“Nosotros somos su pueblo y ovejas de su rebaño”. Quedó ya demostrado, con la autoridad de un proverbio, que, del cielo, se esperaba un pastor que, con gran júbilo, recondujera a los pastos de la vida a las ovejas descarriadas y desahuciadas a causa de un alimento letal. “Entrad”, dice, “por sus puertas con acción de gracias”. Únicamente la acción de gracias nos hace entrar por las puertas de la fe: “por sus atrios con himnos, dándole gracias y bendiciendo su nombre”. Nombre por el que hemos sido salvados, Nombre ante el cual dobla la rodilla el cielo, la tierra y el abismo y por el que toda criatura ama al Señor Dios. “El Señor es bueno”. ¿Por qué es bueno? Porque “su misericordia es eterna”. En verdad, es bueno por su misericordia. En virtud únicamente de su misericordia, se dignó revocar la amarguísima sentencia que pesaba sobre todo el mundo. “Este es el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”.
MT