Marcos: 4, 26-34
En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: “El Reino de Dios se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra la semilla en la tierra: que pasan las noches y los días y, sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece y la tierra, por sí sola, va produciendo el fruto: primero, los tallos; luego, las espigas y, después, los granos en las espigas. Y, cuando ya están maduros los granos, el hombre echa mano de la hoz, pues ha llegado el tiempo de la cosecha”.
Les dijo también: “¿Con qué compararemos el Reino de Dios? ¿Con qué parábola lo podremos representar? Es como una semilla de mostaza que, cuando se siembra, es la más pequeña de las semillas; pero, una vez sembrada, crece y se convierte en el mayor de los arbustos y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden anidar a su sombra”.
Y, con otras muchas parábolas semejantes, les estuvo exponiendo su mensaje, de acuerdo con lo que ellos podían entender. Y no les hablaba, sino en parábolas; pero, a sus discípulos, les explicaba todo en privado.
LA COSECHA
Padre Ángel Moreno de Buenafuente
Siempre da alegría ir al campo para recoger el fruto del trabajo fatigoso que ha supuesto la siembra. El labrador mira el campo dorado de mieses y, aunque siempre espera mayor fruto, es el momento de cantar, pues el llanto se ha convertido en fiesta.
En los textos bíblicos que hoy nos propone la Liturgia de la Palabra, se puede observar cómo el dolor y la ofrenda están ligados al proceso de la fecundidad y del fruto: “Arrancaré una rama del alto cedro y la plantaré. De sus ramas más altas, arrancaré una tierna y la plantaré en la cima de un monte elevado; la plantaré en la montaña más alta de Israel para que eche brotes y dé fruto y se haga un cedro noble” (Ez 17, 22-23).
A su vez, el Evangelio asegura que el fruto no depende totalmente de la voluntad del sembrador: “El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola” (Mc 4, 26-27).
De estos dos principios, del esfuerzo, a veces penoso, que supone disponer la tierra, cortar la rama e injertarla y hacer la sementera y, del don gratuito de la recogida de los frutos, se deriva la esperanza y el gozo en el camino espiritual.
El proyecto de vida se parece al proceso de la semilla. De nosotros, depende que seamos tierra buena, arada, descantada, abonada; pero, del Creador, depende el incremento y los frutos y, gracias a la misericordia divina, nos sorprendemos tantas veces con el resultado centuplicado comparado con nuestra ofrenda.
¡Cuántas veces el desgarro que suponen la ofrenda y la siembra, tanto que hasta nos puede hacer pensar si será inútil, pasado el tiempo, produce el himno de alabanza y la experiencia de la generosidad de Dios!
Es bueno dejar actuar a Dios en el alma, que el Espíritu, en el silencio y la oscuridad de la noche, elabore el fruto. Son horas inciertas, difíciles, porque la mente aventura la posibilidad de desgracia, de esterilidad y de pérdida del esfuerzo.
Se nos pide la confianza. Por nuestra parte, ser tierra profunda que guarde la semilla de la Palabra. Por parte del Espíritu, que fecunde nuestra esperanza y nos permita el aliento de los frutos. El Consejo del Apóstol es oportuno: “Siempre tenemos confianza, aunque sabemos que, mientras sea el cuerpo nuestro domicilio, estamos desterrados lejos del Señor. Caminamos sin verlo, guiados por la fe” (2Co 5, 6).