Para trascender como movimiento quizá deberían, al menos de vez en cuando, fijar una postura que no siempre y bajo cualquier circunstancia debe coincidir con el mandatario
Daniel Lizárraga
Cuánta intolerancia puede anidarse en los movimientos sociales, políticos y armados en América Latina que llegaron al poder en las últimos cuatro décadas derrumbando dictaduras a través de votos, o incluso, guerrillas.
Atrás quedarían –supuestamente– los sistemas capitalistas o derechistas que ensanchaban las diferencias para privilegiar a los ricos de siempre y fomentar el consumismo como su verdadera religión. Ahora, con las riendas de los gobiernos entre sus manos, se han vuelto incapaces para debatir su propio legado y reflexionar sobre la dirección de sus pasos. Por eso ataca a las clases medias, porque para quienes producen economía, empleo y crecimiento en el país no hay programas de apoyo, no hay forma de convencerlos ni de cómo engañarlos, pero desafortunadamente este tipo de población en México es la menos numerosa, es la gente que tiene educación independientemente de su nivel de ingresos, que cuestiona, que debate, que no acepta cualquier explicación.
Cuando hierven las redes sociales contra el polémico petista Gerardo Fernández Noroña por manifestarse en contra de las propuestas del presidente López Obrador para dejar entre las filas del Ejército a la Guardia Nacional y eliminar la elección de diputados de representación proporcional, muchos seguidores de la 4T muestran su ceguera. Apoyar a López Obrador se ha convertido en un fanatismo que, a largo plazo, puede carcomerlos.
Para trascender como movimiento quizá deberían, al menos de vez en cuando, fijar una postura que no siempre y bajo cualquier circunstancia debe coincidir con el mandatario. Quienes simpatizan con el régimen desde el Palacio Nacional hasta el municipio más pobre en la sierra de Guerrero son seres humanos que se equivocan, como cualquier otro. Yo no simpatizo con el Partido del Trabajo (PT). Creo que tiene muchos años sobreviviendo de los movimientos de izquierda en México sin mostrar nada nuevo, sin subir el nivel de sus propuestas y con sus mismos liderazgos de siempre, incapaces de generar cuadros competentes. Tampoco simpatizo con Fernández Noroña. Me parece un político combativo, pero limitado de pensamiento, ingenioso para debatir, pero incapaz de algo más que no sea manchar al de enfrente, a quienes considera sus enemigos. Sin embargo, a pesar de ello, resulta inquietante cómo pretenden lincharlo por atreverse a decir algo en contra de las propuestas de López Obrador. El debate, la crítica y el desacuerdo interno en la 4T debería ser parte su ejercicio político, una manera de ponerse en forma para desafiar a las propuestas de los neoliberales o los conservadores. El costo de ello será muy alto. Por alguna razón, los movimientos de izquierda en América Latina han perdido, al paso del tiempo, la capacidad de reinventarse y, lejos de ello, incluso callan.
Miremos lo que pasa en Nicaragua. Daniel Ortega ha pasado de ser un personaje importante en la historia del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSNL) a un dictador. Ahora mismo, en estos meses, ha instaurado un régimen de terror y metió en la cárcel a quienes pudieran pelearle la presidencia en las elecciones de este año.
México y la 4T son distintos al FSLN de Daniel Ortega, por su puesto. Pero en Nicaragua también hubo al inicio de esa dictadura algo que se está dando en México: que nadie disienta del líder a riesgo de ser etiquetado como un traidor. Un partido sin espacios para la crítica interna corre riesgos muy altos. Ante una oposición inexistente en cuanto a liderazgos, la soberbia es una mala consejera.