Uno de los textos que este año me hizo reflexionar, y que tuve la oportunidad de compartir en estas páginas, fue ‘Sumisión’ de Michel Houellebecq. En dicho libro, el autor plantea una distopía en la que gana el gobierno francés un partido musulmán moderado, impulsado por la unión de todos los partidos contrarios a la otra posible opción mayoritaria y ultraderechista, el Frente Nacional (¿no acaba de suceder algo parecido en las elecciones locales francesas? ¿No se unieron la derecha moderada y la izquierda en contra del partido de los Le Pen?
Para explicar ese punto, aborda el autor francés el tema de una izquierda disminuida, entrampada en el desánimo y encorsetada en un discurso limitado por la corrección política. La discusión en los medios, tal como la plasma el escritor, se muestra anclada a ciertas categorías que no pueden cuestionarse, y a temas que deben ser abordados de cierta forma. Quienes se sienten libres de esa corrección son justamente los que tienen la posibilidad (y la voluntad) de ganar.
También, en este año, se comentó la decisión de cómicos norteamericanos de ya no realizar presentaciones en las universidades de su país, porque el ambiente de corrección política les limitaba sus rutinas, o los exponía incluso a la agresión. A un cantante judío se le exigió en España repudiar públicamente las acciones del gobierno de Israel contra los palestinos, so pena de cancelarle la presentación que se le había ofrecido. Por último, sumo la comentada decisión de una cadena mundial de cafeterías, de cambiar sus tradicionales vasos navideños por otros que, coloridos, se encuentran libres de tales adornos, sustentada al parecer en el respeto a diversas creencias religiosas.
Ahora bien, ¿la consciente renuencia a abordar temas espinosos, o a utilizar términos que para algunos puedan ser cuestionables, es compatible con la democracia? Me remitiré a un ejemplo histórico: el llamado “silencio constitucional” en Estados Unidos: en la primera parte del siglo XIX existió una auténtica costumbre constitucional americana, por la que no era posible debatir el tema de la esclavitud en el seno del Congreso; ni a favor ni en contra, ni de forma expresa ni velada. Los estados que surgieran a partir de cierta posición geográfica serían esclavistas o no, según la ubicación que tuvieran. Tema cerrado y cada quien a guardarlo como secreto de familia, que todos conocen pero nadie expresa.
Esta renuencia, asumida en virtud de evitar confrontaciones, no evitó las tensiones, ni el surgimiento de movimientos sociales a favor y en contra. Tampoco fue eterna, con la resolución del caso Dredd Scott, en el que se negó el carácter de “pueblo” a los americanos de raza negra, la confrontación se dio a campo abierto. Y ya sabemos lo que pasó después.
Evitar temas por “razón de estado” (cuya existencia no niego, pero que requiere una sólida argumentación), “en abono a la paz pública, a fin de evitar la reacción negativa de un sector de la sociedad” no me parece que, a la larga, sea compatible con el ideal democrático que requiere la discusión pública de los asuntos, justamente, públicos.
En una sociedad democrática, no debe haber temas vedados al diálogo entre ciudadanos. Y claro, deben participar en el mismo autoridades, partidos, asociaciones, cada uno desde su punto de vista y con los límites propios de un estado constitucional, así como los que dicta la prudencia. La plaza pública no me parece pretexto para el grito destemplado o la agresión por el mero gusto de escandalizar.
He utilizado a propósito la palabra ‘diálogo’. En el sentido clásico, y retomando las ideas de Robert Apatow en su libro “El arte del diálogo”, este se da cuando se reúnen algunas características concretas: compromiso para llegar a la verdad, respeto por la razón y por el otro, así como el centrarse en un tema y no divagar.
En el diálogo democrático, me permito sumar dos consideraciones más: primera, que no pueden existir temas prohibidos ni aún por “decencia política”; segunda, la aceptación de todas las partes que el acuerdo al que pueda llegarse será temporalmente determinado, pues en la cosa pública no hay verdades eternas. Lo que hoy se acepta, mañana puede ser que no.
Vivir de silencios que generan gritos quedos, diferir temas por temor a ser tachados de “impolíticos” puede llevar a la distopía de Houellebecq, o a lo vivido por la sociedad americana después del fracaso del “silencio constitucional”.
Por: Luis Octavio Vado Grajales
Blog: http://elconstitucionalista.blogspot.mx/