Hay ideas viejas que, por constantes, olvidamos su razón de ser; una de estas es la división de poderes. Pero en épocas en las que en una república del sur se ha dado el enfrentamiento entre los poderes legislativo y ejecutivo, vale la pena recordar este concepto.
La división de poderes implica reconocer que la fuerza del estado (esa reunión de territorio, población, orden jurídico, gobierno, y soberanía) es tal que, dejarla en manos de una persona o pequeño grupo de “padres de la patria” implica en corto plazo una tiranía. Por tanto, para permitir un ejercicio de gobierno eficiente pero que evite las pesadas cadenas de la imposición, es necesario separar los diversos departamentos del estado, a fin de que en su acción se contrapesen y moderen.
Tal es, en pocas palabras, la división de poderes.
Ahora bien, es cierto que esta separación en departamentos no funciona si cada uno es soberano en su actuar. Por tanto, para que el equilibrio pueda darse se requiere que las funciones de gobierno se compartan, un claro ejemplo es el acto legislativo, que pude surgir impulsado por el ejecutivo, es decidido por el legislador, y de nuevo el ejecutivo es el encargado de la publicación y aplicación.
De esta forma, la actividad o desidia de un poder afecta a otro, funcionando entonces como adecuado contrapeso. Como puede verse, la teoría parte de considerar que nadie tiene la verdad absoluta, y de que es necesario llegar a acuerdos para conducir la nave del estado, con varios capitanes al mando.
Este modelo genera roces constantes entre departamentos, lo que potencia y premia, si se me permite la expresión, a quienes ejercitan la política como el arte de conseguir que las cosas sucedan mediante acuerdos. La imposición es ajena a la división de poderes, extraña a su funcionamiento y niega su propia razón.
Cuando los apuros de la historia impulsan a los jefes de estado, cuando se quiere un gran “salto adelante” (permítame la referencia maoísta) no se requiere la división de poderes. Es más, estorba la necesaria actividad impetuosa del estado, que exige la unanimidad en el actuar, suprimiendo caminos u objetivos distintos.
Así, al líder que quiere encarnar el espíritu del pueblo en un momento determinado, frente a una realidad concreta, la división de poderes le parece un freno injustificable para conseguir los altos fines que se ha propuesto. A esta conclusión nos lleva la historia mundial del siglo XX, y no tiene que ver con ideologías, sino con la suprema voluntad de quien se considera redentor de su pueblo.
Para arribar a lo anterior no es necesario ocuparse de la altura de miras o la justificación ética de quienes se asumen como guías de una nación. Si la división de poderes no es un fin por sí misma, sino un método para impedir el control del estado por una sola persona o grupo, la negación de la misma por requerirse una voluntad única, es también una situación procedimental que se adapta a cualquier ideología.
En todo caso, me parece que existe una vinculación orgánica entre libertad y división de poderes. A mayor realidad práctica de la segunda, mayor amplitud ciudadana de la primera. A mayor concentración del poder, menor espacio para la decisión individual.
Por: Luis Octavio Vado Grajales
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