En diciembre de 2016 se le entregó el Nobel de Paz al presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, por su persistencia en lograr un acuerdo de paz entre el grupo insurgente de las FARC y el Gobierno; pero en vez de ser un estallido de alegría, se convirtió en un ruidoso derrame de lágrimas, porque lo que se persiguió por más de 50 años no se ha podido concretar por la falta de voluntad política de los protagonistas, que obtienen de la guerra sus mejores ganancias.
Esto no es nuevo, porque ya lo habíamos indicado en alguna de nuestras columnas en 2017, lo que no deja de ser aberrante para los que de verdad queremos la paz.
La impunidad para quienes roban el dinero del Estado, para los asesinos de los líderes sociales, los ataques por parte de bandas criminales y del Ejército de Liberación Nacional (ELN), otro grupo insurgente, contra miembros de las fuerzas militares, lleva a los colombianos de bien a pensar que se ha perdido el tiempo en los intentos por creer que se podía pensar en un mejor país para nuestros descendientes.
Este fin de semana, el ELN atacó en la Costa Atlántica a varias estaciones de policía y dejó siete muertos y varios heridos, lo que llevó al presidente Juan Manuel Santos a suspender el quinto ciclo de los diálogos de paz con esta guerrilla por los atentados perpetrados.
Ese acto será aprovechado para otro estallido de la contraparte y más cuando estamos en vísperas de comicios para vender sus intereses. Ese manipuleo ya se ha visto y los resultados se dejan entrever. Los insurgentes dirán que quieren volver a la mesa de los diálogos y el Gobierno los volverá a perdonar.
Ese es el negocio de la guerra, que no resucitará a los muertos y que dejará muchas madres y esposas llorando, lo mismo que niños huérfanos que tarde o temprano reforzarán las filas de algunos de los bandos en un círculo vicioso que ha dejado muchos muertos, la mayoría de las clases sociales menos favorecidas, en casi 60 años de conflicto y que nos lleva a preguntarnos, en medio de un dolor de patria, ¿qué nos pasa?