Si la mayor desgracia de la juventud es “no pertenecer a ella”, como decía Salvador Dalí, su mayor frustración debe ser serlo en lugares donde supone una desventaja. España se ha convertido en uno de ellos.
Los jóvenes españoles tienen la segunda tasa de desempleo más alta de Europa —36 por ciento—, ocupan los primeros puestos en fracaso educativo y los últimos a la hora de independizarse del hogar. A esto se suma el bajo índice de natalidad en España, que está provocando un envejecimiento de la población y que inclinará la balanza de las decisiones políticas aún más a favor de los mayores.
Mejorar la situación de los jóvenes en España es uno de los grandes desafíos para los próximos años de la nación que, para 2040, será la más longeva del mundo. No se trata de entrar en batallas generacionales, pero la baja participación de los menores de 30 años en las elecciones y su desinterés en la política hacen más difícil la incorporación de sus problemas al debate nacional. Si los jóvenes españoles quieren ser tenidos en cuenta, tendrán que hacerse escuchar.
Los dos partidos que han gobernado más tiempo España en democracia, el conservador Partido Popular (PP) y el progresista Partido Socialista Obrero Español (PSOE), lo han hecho tradicionalmente gracias a la población mayor de 60 años, quienes hoy representan uno de cada tres votantes. No es casual que la inversión en la tercera edad haya sido desde la década de los ochenta hasta 35 veces superior a la destinada en políticas de infancia, juventud y educación.
Un país que deja atrás a sus jóvenes compromete su futuro y pone en riesgo sus logros. Cuando ese abandono se hace, además, para beneficio de su población mayor, se fomenta una fractura generacional que impide que la sociedad reme en la misma dirección. España podría enfrentarse a décadas de estancamiento y oportunidades perdidas si no revierte una situación que ha sido agravada por su clase dirigente, incapaz de movilizarse en cuestiones que no aportan rédito electoral inmediato.
La primera consecuencia de la falta de políticas en favor de la juventud es que uno los motores del milagro español, el optimismo que llevaba a cada generación a creer que viviría mejor que la siguiente, se ha desvanecido.
Ser joven en España solía ser una suerte en vísperas de la crisis económica de 2008. Nadie prestó atención a lo que ocurría en la trastienda de la fiesta, con un abandono escolar en máximos y un sistema educativo anticuado que no estaba preparando a los estudiantes para el mercado laboral con el que iban a encontrarse. Una década después, la resaca de aquella irresponsabilidad colectiva sigue ahí: uno de cada cinco jóvenes forman parte de los ninis, que ni estudian ni trabajan.