Mateo: 9, 36-10, 8
En aquel tiempo, al ver Jesús a las multitudes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y desamparadas, como ovejas sin pastor. Entonces dijo a sus discípulos: “La cosecha es mucha y los trabajadores, pocos. Rueguen, por lo tanto, al dueño de la mies que envíe trabajadores a sus campos”.
Después, llamando a sus doce discípulos, les dio poder para expulsar a los espíritus impuros y curar toda clase de enfermedades y dolencias.
Estos son los nombres de los doce apóstoles: el primero de todos, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago y su hermano Juan, hijos de Zebedeo; Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo, el publicano; Santiago, hijo de Alfeo, y Tadeo; Simón, el cananeo, y Judas Iscariote, que fue el traidor. A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones: “No vayan a tierra de paganos ni entren en ciudades de samaritanos. Vayan más bien en busca de las ovejas perdidas de la casa de Israel. Vayan y proclamen por el camino que ya se acerca el Reino de los cielos. Curen a los leprosos y demás enfermos; resuciten a los muertos y echen fuera a los demonios. Gratuitamente han recibido este poder; ejérzanlo, pues, gratuitamente”.
Reflexión
La misión
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
¡Cuántos planes hermosos y proyectos brillantes han fracasado a lo largo de la historia por falta de hombres y de hombros! Para la evangelización y transformación del mundo, Dios necesita de los hombres. Necesita instrumentos convencidos, comprometidos y dispuestos a darlo todo.
Los textos bíblicos nos hablan de aquellos que Dios eligió. El pueblo judío es para Dios “un reino de sacerdotes y una nación santa”. Es el pueblo elegido y preferido por Dios entre todos los pueblos de la tierra, para llevar adelante sus planes.
También el Evangelio nos habla de una elección: Jesús llama a sus apóstoles. Y les entrega su primera misión. Deben anunciar la gran noticia de la cercanía del reino; y esto no sólo por medio de palabras, sino también con señales y acciones concretas.
Porque cuando Dios elige es para dar una misión: dones son tareas. Por eso, el Señor envía a los apóstoles y les confía una tarea. Y como los doce, toda la Iglesia es una Iglesia apostólica y misionera. La Iglesia no vive para sí misma, sino para ser luz del mundo, para servir a la humanidad entera, para salvar a todos los pueblos.
También todos nosotros somos enviados: cada cristiano es un misionero. Ese tesoro inmenso que hemos recibido: la luz de Cristo y de su Evangelio – es para comunicarlo a todos los hombres. Como el Señor nos indica en otro momento – cada cristiano debe convertirse en “sal de la tierra”, en “luz del mundo” y en “levadura de la masa”.
En efecto, Dios no creó a la Iglesia para ser una especie de “club selecto” de almas privilegiadas, a las que se permite acceso a ciertos dones reservados. NO. Desde un principio, Dios ha amado a todos los hombres y ha querido que todos lleguen a su corazón de padre. Y por eso creó a la Iglesia al servicio de toda la humanidad, como instrumento y mensajera de la Buena Nueva de su amor.
Los cristianos somos sin duda los predilectos de Dios, porque hemos podido conocer primero su Evangelio. Pero nuestro privilegio es el de servir: de llevar a todos los hombres aquellos dones que para todos están destinados:
- para que el Evangelio se convierta en luz del mundo;
- para que penetre no sólo los corazones humanos, sino también la vida de la sociedad y su cultura.
El Evangelio debe así fermentar el mundo entero para Cristo. Debe vencer y sanear con su luz todo lo que haya de tinieblas y pecado en él. Debe construir poco a poco esa gran comunión de amor que Dios desea con todo el género humano: para que todos los hombres lleguen a ser hijos suyos y hermanos en Cristo.
Por eso, la Iglesia no es una isla, una familia encerrada en sí misma, para gozar del amor que une a sus miembros. A ella pertenecemos para llevar su luz a todos los hombres, para iluminar el camino de todos hacia Cristo. Los cristianos no podemos permanecer enclaustrados en nuestras comunidades o movimientos. Estos deben ser no sólo nuestro hogar y taller de formación, sino también nuestro lugar de envío:
El lugar desde el cual partimos hacia los hombres, para iluminar con la luz del evangelio los problemas, las alegrías y las esperanzas de sus familias, de sus barrios, de sus escuelas, fábricas u oficinas.
“Nadie enciende una luz – dice el Evangelio – para esconderla bajo un recipiente, sino para colocarla sobre un candelero, a fin de que ilumine toda la casa”. El día de nuestro Bautismo, todos nosotros recibimos una luz – símbolo de la misión de la Iglesia – que a partir de ese momento se convertía en misión personal de cada uno.