Roger Cohen
Durante la guerra de Vietnam, el embajador estadounidense en Saigón, Frederick Nolting Jr., indignado ante la cobertura negativa, espetó un reclamo al periodista francés François Sully: “¿Por qué, ‘Monsieur’ Sully, siempre ve el hoyo en la dona?”
“Porque, ‘Monsieur l’Ambassadeur’”, respondió Sully, “hay un hoyo en la dona”.
Hablando de donas, Boris Johnson bien podría convertirse en primer ministro británico este mes. Si eso sucede, Estados Unidos y el Reino Unido estarían gobernados por hombres con similitudes sorprendentes, y no solo hablo del pelo: dos charlatanes narcisistas con nociones vagas de la verdad, totalmente faltos de principios, dados a vociferar insultos racistas, practicantes habilidosos de la política del espectáculo, manipuladores del miedo, traficantes nacionalistas que viven en un pasado imaginario de grandeza radiante, fabulistas de gloria renacida, con enormes hoyos en sus centros por los cuales se fueron la conciencia y la integridad.
¡Hasta ahí llega el liderazgo del mundo libre!
Una de las mayores satisfacciones de mi vida fue ver que el Reino Unido ocupaba su lugar en Europa y se despojaba de prejuicios, que la gastronomía e Inglaterra por fin se entendían y que la tolerancia se diseminaba, hasta que, en 2016, el Reino Unido, en un acto radical de autoagresión, se arrojó por un precipicio llamado brexit. El pequeño inglesismo se había reafirmado. Johnson emergió para encarnarlo, haciendo gala de la inagotable fascinación inglesa por las muy buenas bromas del niño mimado de la escuela privada.
Ahora, si se sale con la suya, Johnson será ineludiblemente molesto, como su amigo el presidente Donald Trump. Los conservadores del Partido Conservador se han vuelto el partido monotemático —del brexit— tal como los republicanos se han vuelto el partido de un solo hombre, Trump. Cada uno, al replegarse, ha mostrado toda la fuerza de voluntad de un pusilánime.
Johnson, de resultar electo por los conservadores, hará uso de su versión de “fenomenal” y sorprendente” a lo Trump (con posibles agregados de Oxford y Cambridge). Se empecinará en sacar al Reino Unido de la Unión Europea a más tardar para la próxima fecha límite, del 31 de octubre, y al diablo con las consecuencias.
Esto es preocupante. La actitud más peligrosa hacia la verdad es el menosprecio hacia su importancia. El uso más peligroso del lenguaje es aquel que lo despoja de significado. La manera más peligrosa de abordar el pasado es el intento de mitificarlo. Ni a Trump ni a Johnson les importa.
Hasta un reloj descompuesto acierta dos veces al día, o como dicen en Alabama y en otras partes, hasta un marrano ciego encuentra bellotas de vez en cuando. La Alianza Atlántica entre Trump y Johnson es así en estos días. Anda a trompicones, con alguna utilidad ocasional, pero desprovista de propósito.
Pensando en Occidente como una expresión moral en lugar de una meramente geográfica, el gobierno de Trump brilla por su ausencia. El Occidente no representa nada. O, si acaso, representa la amenaza de los aranceles.
¿Cómo pasó esto? ¿Cómo fue que dos naciones de leyes dedicadas a la libertad individual adoptaron la semiótica de Trump: está bien no pagarle a la gente; está bien mentir; está bien tolerar el racismo?
La respuesta yace en las “Seis ies”: injusticia, impunidad, invisibilidad, inversión y la internet.
La injusticia que ha aumentado a medida que los trabajadores que constituyen el 60 por ciento de la sociedad estadounidense no han visto un aumento real a sus salarios desde 1980, mientras que el uno por ciento más rico ahora tiene más riqueza que el 90 por ciento restante.
La impunidad que permitió que los inventores de las armas financieras de destrucción masiva que dejaron en la ruina a muchos millones de personas en 2008 se salieran con la suya. Era más que lógico concluir que el sistema estaba amañado.
La invisibilidad que hizo pensar a muchos ciudadanos (los que viven lejos de las metrópolis en el centro de la globalización) que no valían nada, mientras sus hospitales languidecían, el transporte público desaparecía, sus escuelas cerraban y sus empleos se iban a otra parte.
La inmigración que, tanto en Europa como en Estados Unidos, llevó a millones de migrantes indocumentados a las fronteras sin que estas sociedades mostraran la capacidad de acordar una política que fuera compasiva, firme y clara y, en el caso estadounidense, que reconciliara las demandas de una nación de inmigrantes y una nación de leyes.
La inversión de los valores de las que habían sido sociedades dominadas por hombres blancos, que ha dado lugar a guerras culturales que oscilan en torno a preguntas de peso sobre raza, género e identidad, con las ciudades y el interior a menudo en una oposición violenta.
La internet que, mediante las redes sociales, destruyó a los mediadores tradicionales de la sociedad, como lo son los partidos políticos establecidos, y las políticas empoderadas de la multitud. Hoy lo que cuenta no es el convencimiento sino la movilización.
Ahí estuvo el suministro del populismo de Trump… y el de sus seguidores en todo el Occidente. Ahí, las fuentes de enojo y temor que pudieron explotarse. Ahí, “la carnicería estadounidense” de la que pudo aprovecharse. Ahí el motivo por el cual, en nombre del nacionalismo del Estados Unidos primero, fue haciendo pedazos el orden multilateral de la posguerra que Estados Unidos había forjado. Ahí porqué tuitea no solo sobre un segundo periodo en la presidencia, sino sobre permanecer en el poder más tiempo si las masas se lo piden. El déspota interno de Trump es como el brazo del Dr. Insólito: no puede mantenerlo abajo.
Al igual que Johnson, Trump no es una “aberración” como ha sugerido Joe Biden. Es un síntoma. No se irá si no se tratan los síntomas. Eso no será fácil, pero se puede hacer porque la dona de Trump no solo tiene un enorme hoyo, está podrida hasta el centro.