Farhad Manjoo
En 2010, recibí un correo electrónico de un empleado jubiloso que trabajaba en una empresa emergente llamada UberCab. “En este momento, nuestra pequeña empresa está haciendo algo enorme por San Francisco”, me comentó. El regocijo del empleado era contagioso. En aquel entonces, cuando empezaba como comentarista joven e ingenuo del sector tecnológico, tendía a extenderme con visualizaciones elaboradas sobre el progreso que inducía la tecnología y, mientras más sabía sobre la idea atrevida de UberCab, más profundo era mi grado de embelesamiento.
Ser dueño de un auto es una maldición financiera y ambiental. Los autos son uno de los productos más caros que compramos, pero casi no los usamos (la mayoría de los autos pasan la mayor parte del día estacionados). UberCab —la cual acortó su nombre a Uber— usaba tecnología para presentar una visión urbana nueva y radical, y con mucha rapidez se convirtió en un símbolo de la visión mesiánica de Silicon Valley. La idea de permitir que extraños compartieran sus autos parecía una locura, pero, si tomaba impulso, Uber podría reducir la necesidad de comprar un auto y aumentar la utilización de cada vehículo. Podría lograr que el transporte fuera más barato y mucho más amigable con el medioambiente, así como crear trabajos sostenibles para muchos choferes.
Como un tonto, en algún momento creí en este concepto. Estaba convencido de que esta era una empresa que estaba cambiando el mundo. Que podría eliminar el pavimento del paraíso y derrumbar los estacionamientos.
Vaya que era un imbécil. Casi una década más tarde, mientras Uber comienza a promover su negocio en Wall Street en la víspera de una oferta pública inicial que podría valorar a la empresa en 100.000 millones de dólares, me enferma y me entristece lo ingenuo que era.
En los años que han pasado desde entonces, Uber eludió leyes y tomó atajos para pisotear a los reguladores y a la competencia. Aceleró la cultura misógina y de esfuerzo laboral desproporcionado que guía a la industria de las empresas emergentes. Además, promovió una imagen nueva y aterradora del panorama laboral: una en la que todo el mundo es un contratista que se esfuerza sin contar con protección y donde algoritmos indiferentes en la nube gobiernan nuestras horas y nuestras vidas.
De hecho, Uber —y, en menor grado, su competencia Lyft— sí resultó ser un símbolo de la visión mesiánica de Silicon Valley, pero no de una manera en la que alguien de la industria deba sentirse orgulloso. Es probable que la OPI de Uber sea la más grande desde la de Facebook. Provocará que un puñado de personas se vuelvan millonarias y multimillonarias. Sin embargo, las ganancias para todos los demás —los choferes, el medioambiente, el mundo— siguen estando en duda. Estamos ante una lección: si Uber en verdad es el mejor producto que Silicon Valley puede crear, Estados Unidos necesita con urgencia una mejor forma de financiar ideas nuevas e innovadoras.
La versión actual de Uber es más responsable que la de antes: en 2017, Travis Kalanick, quien alguna vez fue el Rey de la Noche de Uber, fue destituido del cargo de director ejecutivo y Dara Khosrowshahi, su nuevo jefe, ha encabezado una rehabilitación rigurosa. No obstante, los primeros iniciados de Uber no pagaron un precio verdadero por sus pecados. La participación de Kalanick valdrá casi 9000 millones de dólares. Los gigantes del sector tecnológico —entre ellos Apple, Google y Jeff Bezos, dueños de participaciones significativas en Uber— harán su agosto. Los petromonarcas de Arabia Saudita también.
No sucederá lo mismo con los choferes de Uber. Estudios recientes muestran que los conductores de la empresa ganan salarios de pobreza: unos diez dólares la hora después de que los gastos del vehículo se deducen de su pago. La fortuna de los choferes tal vez solo vaya a empeorar después de que la empresa comience a cotizar. En 2018, Uber perdió casi 2000 millones de dólares, y lo más conveniente para el negocio de Uber a largo plazo es que todos los choferes desaparezcan y sean remplazados por autos que se conduzcan solos. En su apresurada búsqueda por materializar esa visión rentable, el año pasado, uno de los vehículos autónomos de Uber asesinó a una peatona.
Aún falta que se materialicen las ganancias ambientales. A pesar de que los viajes compartidos han logrado que algunas personas no usen auto, en las ciudades donde Uber y Lyft son populares, el costo de tener un vehículo ha aumentado. Los servicios privados de transporte en auto también podrían provocar que la gente más rica descarte el transporte público, con lo cual se reduciría el respaldo político hacia este medio.
No tenía por qué ser así. Una versión mejorada y diferente de Uber pudo haber contratado choferes y haberles pagado un mejor salario. Una mejor versión de Uber pudo haber hallado la manera de trabajar con las municipalidades en la mejora del tránsito en vez de tratar a los gobiernos de las ciudades como enemigos a los que tiene que engañar y pisotear.
Sin embargo, debido a su origen y los vítores que generó, Uber sintió poca presión cultural para repartir sus ganancias de una manera más equitativa. Mientras más mal se comportaba, más dinero invertían en ella.
¿Quién puede culpar a Uber? La OPI de la empresa debería considerarse una mancha moral en Silicon Valley. Pero eso no va a pasar. Pronto, sonará la campana de apertura y un puñado de nuevos multimillonarios deambularán por la tierra. Todo será olvidado y perdonado, y Silicon Valley pasará a la siguiente gran idea en la que se pueda despilfarrar.