Está bien… no deberían haber empezado la guerra comercial hasta que yo regresara de vacaciones. De verdad tengo que recorrer demasiados kilómetros y escalar muchas colinas para opinar de forma periódica o con gran detalle. Pero como ahorita estoy sentado en una cafetería al aire libre con mi café y mi cruasán, pensé que podría tomarme unos minutos para hablar de dos conceptos erróneos que, según yo, están afectando el debate del conflicto comercial.
Por cierto, no me refiero a los conceptos erróneos del presidente Donald Trump. Hasta donde veo, él no entiende ni un solo concepto sobre la política comercial. No sabe cómo funcionan los aranceles ni quién los paga. No entiende lo que significan los desequilibrios comerciales bilaterales ni lo que los provoca. Tiene una perspectiva del comercio de suma cero, lo cual va en contra de todo lo que hemos aprendido durante los dos últimos siglos. Además, en la medida (pequeña) en que sean coherentes las peticiones que le está haciendo a China, son peticiones que esta no puede cumplir ni cumplirá.
Sin embargo, creo que también los detractores de Trump, aunque son muchísimo más precisos que él, no entienden algunas cosas, o al menos exageran algunos riesgos mientras entienden otros. Por una parte, los costos a corto plazo de la guerra comercial tienden a exagerarse. Por la otra, las consecuencias a largo plazo de lo que está sucediendo son mayores de lo que parece darse cuenta la mayoría de la gente.
En el corto plazo, un arancel es un impuesto… y punto. Por lo tanto, las consecuencias macroeconómicas de un arancel deben considerarse comparables a las consecuencias macroeconómicas de cualquier aumento fiscal. Es cierto que este aumento fiscal es más regresivo que, digamos, un impuesto sobre ingresos altos, o un impuesto sobre el patrimonio. Esto significa que recae sobre la gente que será obligada a recortar su gasto y, por lo tanto, es probable que tenga un retorno de la inversión negativo más grande que el retorno de la inversión positivo del recorte fiscal de 2017.